POR: RAÚL GÓMEZ MIGUEL
Todo tiene un límite hasta la cobardía. El asunto “Le Barón” en Chihuahua puso en la mesa de discusión pública la validez del derecho de un ciudadano a armarse frente a la incapacidad del Estado para protegerlo de los abusos excesivos de criminales de cualquier índole.
La estéril lucha contra el crimen organizado perpetrada por órdenes del Presidente de la República, el reducido Felipe Calderón, manifestó la funcionalidad corporativa de los delincuentes e hizo prosperar otras actividades delictivas para compensar las pérdidas del narcotráfico. Secuestro, extorsión, tráfico de personas, mercados negros y prostitución son cajas chicas de supervivencia en tanto el Gobierno Federal no entienda la imperiosa necesidad de idear una estrategia eficaz para no exponer a la ciudadanía a los daños colaterales de sus oscuros intereses.
La derrota del Partido Acción Nacional en las urnas tiene una vertiente en el apoyo financiero y político del delito hacia posturas menos radicales y dispuestas a la negociación sin aspavientos morales o místicos. Calderón, el obediente, ha cumplido la exigencia de los grupos de presión inmiscuidos en su cuestionada llegada al poder, sumando a los Estados Unidos y la falsa moral del consumidor adelantado. Burócrata al fin y al cabo, el Presidente no midió en la complacencia asimétrica el impacto negativo de meter en el centro de la guerra a los civiles y el peligro correspondiente al dejarlos indemnes a la voracidad de los chacales.
El asesinato, la tortura, el ultraje y una larga lista de canalladas empujan a la ciudadanía a pensarse mejor las cosas y vencer la pasividad para encararlas. En un principio de elemental supervivencia, los hombres y las mujeres reclaman procurarse la seguridad de las armas para cuidar a familia y patrimonio. Sin ser la mejor de las soluciones, muestra el nivel de desesperación vivido en tres malditos años de violencia oficial y resultados selectivos.
Es probable la derrota de los pobladores de una comunidad frente al entrenamiento y la experiencia de matones a sueldo pero, la diferencia está en el gesto, en la conciencia de no saberse abandonados y de morir en el intento de poner un hasta aquí a los bárbaros y hacer suyo el principio original en la creación del Estado: preservar la integridad de la gente.
Las voces de los portavoces institucionales se levantan, rodeadas de guaruras, y claman un retroceso a la barbarie, a la ley de la selva, oponiéndose tajantemente al armamento ciudadano, argumentando las eternas promesas incumplidas. Saben de la posibilidad de ser rebasados por el pueblo y eso es el peor de los escenarios posibles. No están acostumbrados a lidiar en equilibrio de fuerza y no van a ceder.
La expansión de la violencia estatal ha cundido en todas las comunidades del país, haciendo de la tragedia de Chihuahua, la tragedia de México entero.
Los agarrones entre policías y ladrones son eternos. Desgraciadamente, una mala planeación y un pésimo manejo de los marcos de seguridad, reventaron el optimismo calderonista. El Ejecutivo apaleó el avispero y las avispas volaron picando a cualquiera con el dolor consecuente. La inercia del acto atrajo mayor agresividad de los insectos y en el mediano plazo no se vislumbra la manera de retornar a la paz.
Rebasado el poder de las instituciones, el ciudadano está obligado a asumir medidas de control sobre el caos; es su responsabilidad y obligación. Tal vez no sean las idóneas, pero es peor quedarse cruzados de brazos y aguardar la intervención judicial. Los mexicanos tenemos el derecho constitucional de defender nuestra Patria, suma del patrimonio y la sangre de sus habitantes, por ende, la petición es legítima y tiene un carácter prioritario. De no satisfacerse habrá “almas caritativas” dispuestas a proveer lo indispensable para la autodefensa, siguiendo un postulado del arte de la guerra: el enemigo de mi adversario, es mi amigo.
Nosotros no empezamos la carnicería, ¿señor? Presidente.
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