Por: Raúl Gómez Miguel
Aunque se hagan los disimulados, los Dodos están tristes. La tragedia de Hermosillo y las respuestas gubernamentales para taparle el ojo al macho, deprimen al ser humano promedio, no a un “político”, no a un “gobierno”, no a un “presidente”, no a una “primera dama”.
A medida en que los días transcurren y aparece, según convenga, la información actualizada, los elementos de juicio son categóricos: la muerte de esos niños nunca debió suceder y eso tornó la tristeza en una decepción silenciosa, casi culpable; culpable por quedarnos callados, por aprobar un sistema corrupto y asesino, por escudarnos en la normalidad y no sacudir las estructuras para exigir castigo desde la autoridad máxima hasta el último de la fila.
El testimonio de un ciudadano común que, sin tener hijos en el inmueble siniestrado, hizo lo que le dictó su conciencia y chocó su camioneta contra las paredes que atrapaban a las víctimas. Sin importar el costo material, el hombre reaccionó con un heroísmo que a distancia pesa demasiado para la mayoría silenciosa. ¿Cuántos de estos héroes hacen faltan a lo largo y ancho del país para despertarnos de nuestro letargo ancestral de callar y voltear la mirada al suelo?
Luego están los padres y las madres de familia que esperan en los hospitales la confirmación de una muerte o el alivio parcial de una recuperación dolorosa y lenta. Otras personas sin obligación alguna, les procuran cosas útiles en la ruta de ese calvario imposible de imaginar.
Los Dodos están desconcertados porque no alcanzan a concebir tanta malignidad por hacer de la necesidad de otros un negocio macabro. De pronto, se enteran que las guarderías de Sonora, para empezar, son cajones de hacinamiento infantil que, con el enjuague directo de unos miles en metálico o la cercanía familiar a los intocables, funcionan eludiendo acciones vitales mínimas que reduzcan la ganancia.
Se les olvida a los “concesionarios” que la seguridad de los niños puestos a su cuidado es la razón primordial para que hombres y mujeres soporten la difícil empresa de ganar el sustento diario a costa de la distancia de esos seres pequeños que simbolizan el amor y la esperanza de un mañana menos desgraciado.
No soy un hombre de lágrima fácil ni un idealista puro que desconoce las reglas del juego de la vida, sin embargo, contemplar a los Dodos oteando al horizonte y preguntando razones, me desarma, me gustaría poderles jurar que los malvados pagarán la desidia, que los poderes de la República aplastarán a esas sanguijuelas, que no volverá a suceder una desgracia semejante, pero sé que sería mentirles, que esos entes de mala entraña o maldad estúpida se desvanecerán a cobijo del poder que no abandona a los suyos.
Ya comenzaron a divulgarse los nombres y los apellidos de los implicados, sin embargo, en la capa superficial de una administración es un equivalente al chivo expiatorio de una burocracia experta en salidas de emergencia y en el olvido rápido de los habitantes. Se prometen ayudas médicas vitalicias, revisión de protocolos de seguridad, mejoras sustanciales de las guarderías; la lista perfecta de cantos celestiales que calmen a los dolientes, es tiempo electoral no de lamentaciones. La grilla no se abate.
¿Cómo es que mi alma se siente tan mal? Quizás porque admito que para construir un espacio propicio a la bondad y a la alegría necesito recuperar las risas de esos pequeños muertos y multiplicar mi trabajo crítico y de propuesta como una oración particular de aceptación activa de su sufrimiento y seguir lidiando con los Dodos en esta aventura que ha ido ganando simpatizantes por el principio sublime de compartir, aun la tristeza.
Les dejo con El sonido de los Dodos e imaginen el resto.
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