POR: RAÚL GÓMEZ MIGUEL
El cine de luchadores mexicanos es un producto hecho al fregadazo. El asunto es simple: uno o varios enmascarados se enfrentan al mal en todas sus formas, siempre rodeados de un grupo de gordas suculentas humanas y no, que tratarán de llevar a los héroes por el camino de las sábanas sin lograrlo, obviamente, ya que los forzudos son castos, puros y casi vírgenes, y están dispuestos a morir y resucitar (faltaba más) para cumplir la encomienda que es el bienestar de la humanidad sin recibir más que el reconocimiento de una capa multicolor volando al viento alejándose a bordo de un auto compacto deportivo.
La producción casi en serie, que no en serio, del cine de luchadores contaban con presupuestos de tres pesos, directores arrancados de las catacumbas de la industria, primeras tomas y cortes de carnicero para editar una hora y media promedio de un muestrario absoluto de cuanto error cinematográfico existiera, incluyendo “elevadas” composiciones musicales adecuadas a las trompadas. La utilería era cartón piedra y los efectos especiales constaban de defectos espaciales que se usaban hasta que el plástico, los hules y los hilos aguantaran.
Este ritmo de manufactura casi artesanal y de mercancía degenerada sólo tenía un público: el bronco pueblo que aceptaba todo con tal de meterse al cine y hacer un picnic casi en la penumbra con sus refrescos de botella familiar, tortas de huevo, tacos de guisado y la peste culinaria del aceite quemado frío o la manteca reciclada.
El cine de luchadores tuvo su cuna en la linda provincia mexicana y en el arrabal de las escasas ciudades de su tiempo. Era, en calificativos actuales, un cine naco para nacos; una especie de regaetón visual tan lumpen como el respetable.
Pero demos ejemplos.
En “El triunfo de los campeones justicieros”, 1973, filmada en ¡¡Guatemala!! Blue Demon, Superzan y el Fantasma Blanco se enfrentan a un par de enanos jodones que anhelan apoderarse de la tierra y terminan, por decisión del director en marras, peleando el destino del planeta en la pista de un circo y transportándose a otra dimensión para volver gelatina de limón a la gente pequeña para que sepan ubicarse en el lugar correcto del universo. Los primeros diez minutos de la película son de risa loca y sintetizan el motivo vital del género. Nada más échenle un ojo. La buenona es Elsa Cárdenas o Carnenas como prefiera.
“Los canallas”, 1966, muestra como en un filme que se pretende serio pueden integrarse una especie de baile sicodélico con música tropical, el humorismo de Manolo Muñoz, una pandilla de motociclistas que se llama “los ángeles infernales”, unos rituales entre cabareteros y satánicos protagonizados por una Regina Torné “alesbianada”, David Silva en sus horas tristes y las capacidades deportivas de Mil Máscaras en una trama que con penas alcanza una lógica unineuronal: la venganza en contra del enmascarado por meter en el tambo a un par de tiernos delincuentes.
La cosa se ponen fea cuando el Santo enfrenta a la Hija de Frankenstein (1971) para salvarle el pellejo literalmente a la dama que ha descubierto la fuente de la juventud eterna en cierto tipo de sangre que el enmascarado de plata produce a litros. Así que el ídolo de las multitudes tendrá que ponerse abusadillo para que la famosa descendiente del doctor no vaya a poner fin a sus glorias en los encordados y lo convierta en licuado energético. El filme en general es una símil de especial gráfico de la revista Mad visto con cuarenta litros de pulque descompuesto encima.
Perdiendo la compostura, el Santo en “Misión Suicida”, 1971, advierte la llegada de las artes marciales a la cinematografía occidental y contratando a un guionista probablemente dopado se las ve con criminales de guerra nazi, el espionaje y el contraespionaje internacional y todavía se da un chance para retozar con las carnosas Elsa Cárdenas y Lorena Velázquez sin que el espectador capte qué tiene de relación un tema a otro.
Blue Demon, también conocido como el Manotas, es convertido por la imaginación del escritor en turno en un agente especial de la policía internacional que es asignado a Panamá, donde la pondrá en su mascarita sagrada a un profesor orate y a un robot de lata cervecera que se ponen flamencos e insisten en conquistar el mundo a lo Pinky y Cerebro en la infame producción de 1967 “Pasaporte a la muerte”.
Lorena Velázquez comanda a una célula de mujeres vampiros que en 1962 darán pie a que Santo las persiga y les dé calor literalmente por andar desangrando gente en un “comes y te vas” de muy mala entraña. Los primeros minutos de la cinta no tienen pierde en cuanto a los efectos y las máscaras de barro que las vampiresas modelan en un tibio intento de inspirar miedo y, no, tristeza.
En “El Misterio de Huracán Ramírez”, 1962, un conflicto de intereses por la propiedad de una arena de lucha libre nos pone a David Silva, enmascarado, a defender su forma de vida y constatar que Pepe Romay, su hijo, va convirtiéndose en un luchador profesional exitoso asesorado por su abuelo la Tonina Jackson. Cercanísima al melodrama clásico, la segunda entrega de las aventuras de Huracán Ramírez posee una historia qué contar además de los catorrazos propios del subgénero y es un título apropiado en una retrospectiva que no incluya churros como los ya mencionados.
Asumiendo que el cinéfilo se halle en plena intoxicación de tachas, mostaza y monas de a varo, es factible que resista un título que en lo personal me prende y me divierte por su carencia absoluta de neuronas: Santo y Blue Demon contra los Monstruos, 1969, que a saber son: el hombre lobo, la momia, el vampiro, la mujer vampiro, el cíclope y Franquestain (sic) que a las órdenes de Carlos Ancira clonan a Demon versión villana y le aplican el montón al Santito que no siente lo duro, sino lo tupido y que se salva de la de acaballo nomás porque el público paga. Una verdadera joya de la filmografía del enmascarado de plata que aun me obligan a preguntarme qué necesidad tengo de ver estas cosas.
Y otra de mis favoritas: Santo contra el Hacha Diabólica, 1964, aquí sí el asunto se pone medio macabro porque en el año de gracia de 1603 muere en la Nueva España el Caballero de Plata, después de haber luchado contra las fuerzas diabólicas de la época y haber rostizado al Enmascarado Negro, que secuestrara al amor del Santo para dejarla morir y que, por supuesto, hiciera pacto con el “dévil” a cambio de poder y malas artes. En el presente, el enmascarado de plata investiga por qué se la aparece un tipo vestido de negro con una hachota para desprenderle la tatema. Un amigo doctor ayuda al héroe de todos los niños a viajar espiritualmente al pasado e indagar qué transita por las venas del hachón, enterándose sobre el origen de la máscara y el atuendo de plata y la misión casi eterna que le asignado el Altísimo de paladín de la justicia. ¡Gracias, Señor¡
Estados alterados de conciencia parte, El hacha diabólica brinda información vital acerca del Santo y en su fantasía totonaca es el equivalente de la primera película de Superman en cuanto a las preguntas filosóficas de los fans: ¿De dónde vino? ¿Quién es? ¿Adónde va?.
Podría la mata seguir dando pero aquí me detengo. El cine de luchadores tuvo un tiempo y una posibilidad. El resto ya es guasa. Y en ese tono propongo algunos títulos originales que no degradarían el género pero tampoco lo haría venerable: “Santo y Blue Demon contra la recesión económica mundial”, “El Enmascarado Guarro y Los Pederastas de Sotana”, “El Rudo, El Cursi y el Puñal”. “Mil Máscaras enfrenta al Peje Legítimo y a las Tribus de la Izquierda”, “Los Campeones Justicieros contra el Señor de las Ligas y La Dolores Padierna”, “Los Vengadores del Ring en la revancha del PRI”, “El Bravo de Tepito, El Chiclán y el Rey Lagarto contra la Comunidá de Guanajuato”, “El Místico y Germán Martínez a mentadas contra el Narco”
Y recuerden niños y niñas: el bien siempre triunfa sobre el mal y los héroes no cobran, en los sueños de los enmascarados.
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