viernes, 26 de junio de 2009

A TÍTULO PERSONAL: Farrah Fawcett



POR: RAÚL GÓMEZ MIGUEL

Después de Marilyn Monroe, sólo una mujer alcanzó el estatus de símbolo sexual mundial para una generación de adolescentes y hombres jóvenes que veían en ella el ideal de belleza en el que se debía de construir la resaca de la revolución liberal de los años sesenta.

En apariencia, ese nuevo símbolo sexual era muy simple, quizá demasiado cotidiano comparado con el mito de la Monroe. Sin embargo, estaba acorde a la sencillez de la década. No se trataba de una hembra escultural, saturada de feromonas y silicón, sino de una muchacha de todos los días. La típica vecina atractiva que hace soñar a cualquiera entre los trece y los veinticinco años.

Quien escribe ingresaba a la pubertad teniendo como faro lúdico una rubia melena alborotada, unos dientes perfectos y una sonrisa de esas que no se olvidan, inmortalizadas en un póster donde ligeramente se le notaban los pezones a través de la tela de un traje de baño rojo. Más adelante junto a otras dos mujeres que satisfacían las fantasías eróticas del público protagonizaría una serie entre policíaca y comedia en que daba vida a una agente, supongo secreta, al servicio de un misterioso señor Charlie para el que siempre estaba dispuesta.

Los años pasaron y vinieron otros símbolos. Digamos Madonna, en los ochentas; Liv Tyler, en los noventas; o la hermosísima Nicole Kidman que más que pasión produce frío en cuanto a su perfección.

Crecí y me volví, por edad, que no por convicción, en adulto y las bellezas empezaron a ser más jóvenes y más jóvenes y más jóvenes que yo, al grado que si fueran otros tiempos, se me acusaría de licencioso y pervertido. No obstante, en mi libido siempre reinará una mujer que hoy, a los 62 años, sí 62 años, ha muerto, llevándose en alguna parte de su espíritu la certeza de que millones de adultos maduros y mayores sentirán cómo se les rompe un pedacito del cristal que cubre su corazón.

Dicen que la edad da sabiduría, experiencia y no sé cuántas excusas más para convencernos a los que vamos en la ruta que la vejez es hermosa. Difiero de esos placebos. La ancianidad es muerte y párele de contar. Por ende, el fallecimiento del emblema de mi primera pasión adolescente sugiere un alto en el camino y voltear la cabeza a los idos años setenta del siglo pasado.

Con toda la turbulencia de las relaciones internacionales de la época y los peculiares gobiernos que nos tocaron en turno, el mundo era inocente y en esa inocencia no se necesitaba el sexo explícito o el exceso criminal para excitar; bastaba una imagen bien definida y las dosis de imaginación personal que uno pudiera agregarle para alcanzar el paraíso hormonal.

Farrah Fawcett, que es de quien he venido hablando, tuvo un final triste y una biografía no precisamente apta para el conservadurismo de esta época, no obstante, dentro de un breve milagro en el tiempo, sobrevive junto a las evocaciones de las aún vivas Jacklyn Smith y Kate Jackson: “Los ángeles de Charlie”, moviéndonos al candor de una época en la que mis preocupaciones máximas eran la escuela, el futbol y tirarme a ver la tele cada semana para contemplar a la princesa a quien le había entregado mi pendón de lealtad.

Es una pena que no pueda trasladarme a su tumba sólo para poderle decir lo mucho que me ayudó para reverenciar el misterio de los femenino, que aún casado no he logrado descifrar.

Gracias, Farrah, nos veremos un día.

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