POR: RAÚL GÓMEZ MIGUEL
El golpe de Estado en Honduras tuvo origen en la intención del Poder Ejecutivo de aprobar la reelección pasando por encima de los opositores y en una clara intoxicación de poder pésimamente atendido.
Uno de los aciertos de la Revolución Mexicana y de la Constitución Política emanada de ese proceso fue la negación absoluta a permanecer en el poder por más de un periodo consecutivo, asegurando de menos la preocupación de la grilla a despertar y ponerse activa una vez cada equis tiempo para buscar la ubre y seguir mamando del presupuesto.
Sin embargo, en la transición de los siglos, la clase política mexicana insiste en proponer la figura de la reelección como un incentivo a los buenos funcionarios. El problema es que sexenios vienen y van, y la burocracia no da una; se hunde por su propia incapacidad y alienta a los que les siguen, que está en la misma ineptitud, a que propongan la reelección esgrimiendo argumentos tontos de eficiencia y precariedad.
La experiencia mexicana indica que la reelección es un salvoconducto al desastre en una clase de grilla incompetente y carente de autocrítica objetiva. Habrá países en que la reelección funcione y dé dividendos positivos, pero aun los Estados Unidos lamentan la continuidad del mandato de George W. Bush y no preguntemos a otras naciones sumidas en dictaduras por el sano principio de que no existe mejor funcionario que el que se reelige.
La vida no eterna y, por ende, el poder en unas manos no tiene por qué serlo. El pueblo está facultado a renovarse y renovar su dirigencia, y no hundir en piedra el interés de continuidad mezquina que mueven los instigadores a la “reforma del Estado”, que es una bonita manera de decir: “hagamos lo que nos conviene y que el resto de friegue”.
La crisis hondureña, como principio legal, y el gobierno de Hugo Chávez, en Venezuela, como práctica circense de la reelección a la manera tropical son alertas a las democracias de la región y, en especial, a México y sus cada vez menos aptos burócratas que no saben hacer una “o” por lo redondo y ya invocan sus cualidades excepcionales para morirse en el puesto y heredarlo a los hijos.
A poco de celebrar el bicentenario de la Independencia y el centenario de la insurrección popular de 1910, los ciudadanos tenemos la obligación de recordar y evitar las causas que motivaron a esos derramamientos de sangre y no ceder un milímetro a la intención estacionaria de los grillos para estar en el puesto por encima de sus torpezas.
Que la oposición a reelegir implique frenar lo positivo de un sistema, es un costo menor a dar manga ancha a una fauna nociva que pugna por impunidad absoluta.
El recuento cínico del ejercicio del poder, llevado por los responsables de Mala Leche en este blog, no me dejan mentir. La reelección en sí misma tiene una noble intención conceptual, pero en la realidad es una acceso directo al totalitarismo bruto que durante décadas distinguió a los mal llamados países bananeros y las dictaduras del Cono Sur.
Un principio de movilidad política es la renovación de cuadros y el ascenso a obligaciones mayores, no la premiación del nepotismo y el dedazo tan común en las naciones adolescentes del Continente.
El voto no es una autorización a la voluntad del ganador, sino una obligación a servir, lástima que no se entienda y que periódicamente los mexicanos estemos alertas de las insinuaciones reeleccionistas de un montón de sanguijuelas que sólo trucan la disposición de aprovecharse de los demás.
Quizás cuando las naciones, de la mal llamada América Latina, alcancen un punto de madurez indiscutible, propicien el debate de la reelección se tenga que agarrar al toro por los cuernos y plantarle cara, mientras la simple disponibilidad a la reelección es un suicidio.
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