Más que sano, es indispensable para cualquier sociedad que pretenda ingresar de lleno a un nuevo siglo aceptar y respetar la manifestación pública de las minorías sexuales que hacen suyo el derecho inalienable de apropiarse de su cuerpo y usarlo como un instrumento político, digno, alegre y abierto a las posibilidades infinitas del placer, los afectos y la existencia.
En una ciudad gris, de doble moral y afeada por sus instituciones públicas y funcionarios, es un verdadero brillo de sol ver el Paseo de la Reforma convertido en un carnaval que honra la fantasía de lo políticamente incorrecto y que nos cuestiona a los ciudadanos sobre nuestras propias expectativas de ser.
A diferencia del cuadrado y comercializado 14 de febrero hetero, la Marcha del Orgullo Gay es una expresión de luchar contra la corriente, contra lo aceptado, contra el aburrimiento de una ciudadanía conformista a seguir patrones que ni siquiera fueron sometidos a su elección.
Gústenos o no, la homosexualidad es una forma de vida tan respetable como la que sea y, por ende, tiene que gozar de los mismos derechos y las mismas obligaciones que la improbable "normalidad".
Como muchos otros movimientos sociales, el que hoy las hadas y los príncipes bailes por Reforma posee un nacimiento sangriento en el que muchos seres humanos fueron, son y serán sacrificados por la intransigencia de la violencia cobarde y el conservadurismo estéril que no admite otros pecados que no se hagan en nombre de Dios o del poder.
Para esas víctimas que están detrás del arcoíris vaya nuestro reconocimiento y honra, pues a pesar de la barbarie, al menos en el Distrito Federal y a plena luz del día, a unas cuantas horas del Día del padre, la estridencia de la fiesta de la diversidad cobija sus espíritus.
Estamos seguros que en donde estén esos entrañables gays también estarán aplaudiendo el paso de los camiones alegóricos y los disfraces de este sábado que sabe a azúcar.
El Último de los Dodos
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