Por.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
La muerte muy anunciada de Roberto Sánchez, mejor conocido como Sandro de América, mi amigo “El puma” o “El gitano”, nos mete una patada a las generaciones que lo conocimos en salva sea la parte. Es un golpe seco al ayer y a las imágenes sepias de la niñez y la juventud ida.
Sandro, como un verdadero grande, no era un cantante, sino un intérprete que literalmente hacía suyas las canciones con un timbre de voz varonil y unos movimientos cachondones que hacían suspirar al público femenino hasta el delirio. Mezcla de caradura, vividor y amante indomable, el personaje conquistó la psique de millones (y he aquí lo asombroso) de hombres y mujeres por igual. Los primeros porque veían reflejados los sueños perdonavidas del macho continental, y las segundas porque les gustaba dejarse querer. De ese nivel ¿era?, no, es Sandro.
Mi madre, que cumplía años el cinco de enero, y mi suegra son un rango representativo de las admiradores originales del que añoraba los labios de rubí, de rojo carmesí. Marcia, su hermano Enrique y yo fuimos unos de esos chavalitos que asombrados veíamos, a través del programa de televisión “Siempre en Domingo”, conducido por el nefasto también fallecido Raúl Velasco, las exageraciones extravagantes del señor espectáculo con atuendos directamente roqueros, al inicio de la fama, unos movimientos pélvicos que harían sonrojar hasta al mismísimo Elvis, y después amarrado al clásico atuendo de entretenedor maduro, pero sin perder el halo de seducción dominante tan en boga en esos días de claridad sexual.
En los ochentas, con más pena que gloria surgió un ente de nombre José Luis Rodríguez “El Puma” que haciendo leña del arbolote de Sandro, trato de simbolizar el erotismo masculino de esos años, nada más para terminar vociferando cantos extravagantes que invitaban a agarrarse de las manos y en escándalos familiares de lo peorcito. En fechas revientes, el “pumita” grabó un disco homenaje, tributo y vénganos la lana, donde solito demostró la diferencia de conceptos.
Sandro es irrepetible y pertenece a esa élite de famosos amados por la gente, simplemente por proyectar los anhelos de una edad. En un tiempo en que el rock era visto en América Latina como una muestra del imperialismo yanqui y la balada como un ejemplo patético de las pasiones chabacanas de la masa, Roberto Sánchez (el nombre verdadero y que obvio no garantizaba venta alguna) supo concretar la rebeldía de los tiempos y el avance de las manitas sudadas hacia el colchón, sin rubores o medias tintas.
Como cualquier miembro de mi generación latinoamericana, gracias a mi señora madre y a las limitaciones ideológicas de los medios de entretenimiento, fui iniciado en los misterios de Sandro entre la escoba, los trapos de limpiar y el lavadero, mientras la radio programaba canciones que hoy soy capaz de repetir mejor que algunas oraciones que intentó inculcarme.
Por esto, la muerte de Sandro es la noticia de la partida de mi amigo “El Puma”, el garañón de barrio capaz de acostarse con la mismísima huesuda mientras le asesta la sonrisa del que lo ha vivido todo y ha salido avante para contarlo.
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