POR.- EL DODO DJ
Tianguis de La Lagunilla, en la Ciudad de México, próximo domingo
A lo largo de una cuantas calles, el negocio de la basura, del desecho, de los “tiliches” y las baratijas, se adueña de la imaginación y el candor financiero de los visitantes.
Como cualquier otro mercado de pulgas, el de La Lagunilla es una extensión de ingenio, la mala leche y la tranza. Disfrazado de baratillo de antigüedades, el mercado da pie a las conductas mercantiles menos virtuosas y la exhibición ramplona del consumo cursi.
La exageración grotesca de una clientela afectada por el tiempo permite que los marchantes adopten una especialidad, que muy pocos efectivamente sustentan. De la noche a la mañana son especialistas en arte, accesorios, muebles, libros, fotografías, monedas, timbres y hasta parafernalia nazi. Todo lo saben y lo que no, lo inventan.
Entre muñecas de plástico rotas, espejos oxidados, revistas deshojadas, pedazos de todo y complementos de nada, los expertos fraudulentos elevan las aspiraciones estilísticas de una clase media en franca caída social. El chiste es aparentar; aparentar que el comprador sabe y que el que vende se solidariza con el precio.
¿Criterios de compra y venta?. “Antigüedad”, pero no en la acepción erudita de objetos que integran por materiales, diseño, acabados y uso el momento histórico de la sociedad que lo engendró. No. Acá la antigüedad es “vieja”, es decir, amarillenta, apolillada, crujiente, sucia; en una palabra: inútil.
¿A quién carajo le importa la Historia?. La mercancía solicitada tiene que apestar a bodega o a tiradero. La operación sólo requiere la habilidad de ensartarse al otro, al demandante de cierto status o mal gusto. No es casual que en los corredores deambulen cientos de “wanna be” que expulsados de los círculos genuinos se conforman en el modesto paseo de las pretensiones huecas.
Todo está a su favor: el comerciante cómplice del auto engaño, el objeto ni soñado en la disputa y el eterno logos “Se lo doy barato. Pregunte. Es carísimo. Con una pintadita queda. Hace rato vendí el parcito. En Europa me darían oro”.
El regateo institucional. “Soy cliente. Está caro. Bájese. Le ofrezco. Vengo por un mandado. La próxima le apoco”.
La mutua satisfacción. “Ora. Me voy a arrepentir. Por ser usted. Ya no salió la cuenta. Acuérdese del favor”.
Herederos de una tradición acéfala, los tianguistas lagunilleros comparten la ignorancia colectiva. Hubo, que no quepa duda, un tiempo en que el mercado era una oportunidad para los coleccionistas serios, sin embargo, las sangrías económicas y la perdida de la educación empezaron a fracturar el espacio.
Siguiendo el ciclo de las mercancías, las caras accedieron a plazas exclusivistas y a contactos profesionales que capturan y venden. El negocio pequeño fue delegado al chacharero, al que vende poquito porque compra poquito. No obstante, el mito se mantuvo y no faltaron los hipnotizados que se aferraron a vivir del pasado que nunca conocieron.
En un 90% las “antigüedades” de La Lagunilla son desperdicios, triques extraídos de los tapancos y sótanos de las casonas derruidas, experimentos fallidos de la creatividad infantil y seudo artesanías cocinadas en el horno de la miseria posmoderna.
Sólo en ese caos, vaya contradicción, se ordena la escultura “gótica” (vampiros hechizos emplumados); la piratería musical dirigida a adultos nostálgicos poquiteros; cristalería camp y kitsch al gusto; bibliotecas de segunda a precios de primera; exotismos gastronómicos domingueros; fetichismo ñono: luchadores tercermundistas, cucharitas plateadas dudosas, encueratrices anónimas, juguetes lastimeros, espantajos antidiluvianos; y el lounge avecindado en las colonias Condesa y Roma: lámparas horrendas, figuritas de madera en desuso, postales cómicas de viajes fantásticos, lentes, cigarreras, licoreras; en suma, el “maravilloso universo” del desconocimiento estético elemental.
Al igual que el jubilado siglo XX, La Lagunilla es un recuerdo que a veinte uñas anhela sobrevivir. Hoy, de la calle ha brincado a una especie de pabellón techado en las instalaciones abandonadas por la Feria del Disco, probando que puede ir a la par de las transformaciones sociales empero vicios propios y deterioros externos le cuentan los diez segundos de rigor. La revuelta mercantil generada en Tepito por las mafias orientales pronto alcanzará la zona e impondrá una manera distinta de hacer negocios. A lo mejor seguirá siendo basura, pero una basura nueva, atractiva y a costo de desperdicio.
El abolengo de La Lagunilla no es valor agregado. Es ridículo pretender que un producto cueste más por encontrarse en ella. Vayamos a un ejemplo. Un libro de línea, que a las afueras de la estación del metro correspondiente se cotiza entre 5 y 10 pesos, en el suelo del apreciado tianguis sobreoferta el 1000 por ciento.
¿Y qué decir de los discos de acetato?. Es absurda la voracidad del arribista que cae en la herencia bastarda: ganar por encima de lógica y mínimos decoros.
Creer en la barata lagunillera es pecar de imbécil. Aun en el bisbirul menos ostentoso y la humilde madriolita la ganancia es pingüe. Nuevamente el asunto de la fama y la prodigalidad inducida del visitante hacen el asalto en despoblado.
Esperando que las circunstancias no le sean adversas, le aseguro que si usted, en una emergencia, deseará vender una reliquia familiar busque en sitio de menos riesgo. Los tianguistas golpean el precio de compra al mínimo: ediciones únicas a veinte pesos, autógrafos a cinco, estatuillas cincuenta, y en esa directriz van las transacciones. “No hay ventas. Está cateada. No son las buenas. Estuviera viejita. El primer modelo. Tráigase otra”.
Ya no le platico la sorpresa que se llevaría al toparse con la reliquia y preguntar el precio en una próxima visita. Vomitaría verde al constatar que piden quince veces lo que le ofrecieron. De verdad, un bonito negocio.
Comparando ingresos e indicadores de calidad de vida, La Lagunilla resulta ser uno de los mercados de pulgas más caros del mundo, sin contar, claro está, estándares de calidad.
¿Calidad?. Sí, calidad, pues el coleccionismo no se sustenta únicamente en el atesoramiento de cosas, es pertinente poseer elementos distintivos: originalidad, estado, diversidad, anécdota.
Al México esas “rarezas” le valen. Él junta, amontona, apila en desconcierto. Ni se informa ni lo necesita, es intuitivo, echador, aventado. “Merca” lo que le late. En consecuencia sus colecciones se limitan a la emoción, al instante y con dificultad define un propósito. “Es pa’ los chavos. Mañana costarán mucho. Me trae recuerdos. No sé. Se ven chidas”.
Ante tales expectativas inteligentes es lógico doblar la estupidez. La Lagunilla es uno de los pocos botaderos que conozco donde la diversión es pagar más por lo menos.
La conclusión de ese hábito es lamentable. El legado de esas colecciones será el sin sentido, el olvido que, por unos cuantos momentos, pudo evitarse. Mientras, estas variantes de merolicos transforman el desperdicio en dinero, evocando la creencia popular que las ánimas en pena deciden a quien regalarles su tesoro.
Y créame, en el encandilamiento ajeno está el principio de muchas fortunas.
“¿No me compra este radio que no se oye?. ¿No se interesa en esta pintura sin colores?. ¿En este ángel sin alas? ¿En este diablo sin cuernos”
“Valió la pena venir tan lejos. Estoy de acuerdo que se ganen algo. Pobre gente. Fue una ganga”
En el anacronismo existencial que nos caracteriza, estamos siendo cómplices del fin de una costumbre popular al solapar actitudes que denigran la inteligencia y el sentido común, antes de pretender apropiarnos del tiempo, tenemos que comprenderlo, y es esa disyuntiva la que nos derriba. Queremos el pasado sin memoria. Queremos las cosas, nunca las causas de su desaparición. Y acabamos en el hecho insoslayable del neófito: regresamos siempre gustosos a la basura.
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