Sin eufemismos, la ancianidad tiene una sola certeza: la muerte, lo demás pertenece a las lecturas personales de quienes interesados en el tema, aprovechan la vulnerabilidad de ese sector de la población para transformarlos en algún tipo de capital, desde el económico, de curas milagrosas, hasta el político de ayudas partidistas a fin de obtener votos seguros y una percepción positiva entre la sociedad.
La reducción de edad para recibir ayuda del gobierno de la capital de setenta a sesenta y ocho años, es una medida progresista, justa y decidida. Sin embargo, en un contexto de lucha por el poder entre el Partido de la Revolución Democrática, el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Acción Nacional, pone un escenario de doble discurso, por un lado, se legaliza un trámite necesario, insisto, pero por el otro, se hace por encima del conocimiento del presupuesto para el próximo año. De hecho, el mismo Marcelo Ebrard reconoció no contar con los recursos para cubrir las pensiones de ese nuevo segmento.
Si no se consigue el dinero, el PRD culpará a la Federación de indolencia y se irá al cuello del Presidente por castigar a los viejitos en aras de poder sostener otro año de guerra contra el narcotráfico. Si se da el dinero, la proyección de Ebrard se tornaría molesta para la contienda presidencial. En esas circunstancias, de todos modos, la izquierda gana, pero mientras son peras o manzanas la ancianidad recibirá una prueba más de la concepción acomodaticia alimentada a su alrededor.
México no está preparado para ser una sociedad con una mayoría poblacional mayor de sesenta años. Los cálculos demográficos están anticipando la proliferación de los adultos mayores en el futuro inmediato y aun así las instituciones son renuentes a generar el cuerpo normativo pertinente para la protección de la integración, los derechos y las obligaciones de estos ciudadanos. Tampoco se ha sopesado la capacidad del Estado para abordar cuestiones medulares en el avance de la edad humana, como son la seguridad, la salud y la oportunidad de ganarse la vida con respeto.
Celebrar el Día del Abuelo es un recurso mercadológico-publicitario bueno para lavar las culpas y mostrar imágenes aspiracionales de “cabecitas blancas” felices, realizadas y plenas, muy lejos de las ancianas prostitutas, de los ancianos abandonados en la calle o de la ancianidad sucia, negada por el poder.
Durante siglos se ha idealizado el concepto del viejo sabio, hoy, el viejo es un cúmulo de sabiduría y experiencia arrumbado en el clóset de las casas, en el archivo polvoriento de un edificio en ruinas, y un ser condenado al olvido.
La situación de los adultos mayores no es muy diferente a la de los adultos, pues desde los treinta años en adelante la lucha por la supervivencia se torna difícil por el enorme pecado de acumular años y ocupar un espacio correspondiente a la juventud. Esta visión absurda de suponer en los jóvenes juicio y madurez, ha cerrado una contribución sólida al desarrollo de la nación, no por la falta de habilidades, sino por la visión y la estrategia madurada por el tiempo y, terrible paradoja, por la larga existencia.
Los ancianos deberían ser recompensados por todo cuanto hicieron para continuar el devenir histórico, y no ser cesados por el costo del reloj biológico natural.
Los ancianos deberían de ser escuchados para no cometer, quizá, los mismos errores y aprender de sus derrotas.
Los ancianos deberían estar en familia, no en una lista de papel consumida por el fuego.
Los ancianos deberían ser tratados como a nosotros nos gustaría que nos trataran cuando seamos ellos.
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