POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
El fanatismo, entendido como una exaltación pura del instinto sobre cualquier viso de razón se ha adueñado de vastos sectores de la población mexicana, ya en la forma de un terror atávico a los desastres naturales, ya por la visita de una autoridad religiosa mundial.
El fuerte temblor del martes pasado que dejo sentirse en catorce estados de la República y el arribo del Papa Benedicto XVI a Guanajuato regresaron a las masas nacionales al peor de los escenarios de conducta colectiva.
Pese a la evidencia científica de la imposibilidad de predecir terremotos y la percepción inteligente que el papado es un título, mas no un grado de divinidad, las huestes hipnotizadas del país se fueron de cuernos en la legitimación de visiones apocalípticas y supuestas bendiciones redentoras de un México real que se nos cae a pedazos.
Detrás de la histeria subyacen diferentes explicaciones. En suma, por la vía que guste, el histerismo nacional prueba la aceptación inexorable de la vulnerabilidad individual y colectiva; muestra que en lo que va del siglo, simplemente, los mexicanos no hemos vista la luz en ninguna de las áreas estratégicas de la nación.
Es una sinrazón asumir que, habitando una zona de alta actividad sísmica, eventualmente México no vaya a sufrir una devastación total.
Es una imbecilidad ignorar que detrás de la visita del Papa se levantan intereses políticos enraizados en lo peor de la derecha y el conservadurismo decimonónico.
No obstante, el “bronco” pueblo de México decidió aventarse a los claves ardientes de la negación, teniendo compensaciones ilusas. Ni la Madre Naturaleza ni Dios responden a los llamados tibios de una especie asustada. Así es la vida y así seguirá.
EL ÚLTIMO DE LOS DODOS, espacio periodístico políticamente incorrecto, no critica las barrabasadas populares. Es derecho democrático la equivocación. Lo que encara es la necedad infantil de no aceptar las cosas invocando contestaciones de dudosas teorías de la conspiración.
La supervivencia parte de la aceptación inteligente de lo inevitable. Si el miedo general es la muerte que no se puede evitar eternamente, empecemos por comprender la vida y prepararnos en ella para el destino final. Aprender a vivir es aprender a morir. No queda otra.
Los movimientos telúricos seguirán afectando y las creencias darán cierto alivio. Sin embargo, el fin es un hecho universal, y habrá de vivir con ello.
El fanatismo, en virtud de ser otra cara de la histeria, precipita la destrucción. Todo fanático termina consumido por los demonios de su obsesión.
No cruces, no alaridos; No videncias, no espantos. Nadie se muere en la víspera y sólo tenemos una vida para disfrutarla. Ustedes deciden.
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