Ayer, en el día del sacerdocio y tras bendecir los santos óleos, el Arzobispo Primado de México lanzó en la Catedral Metropolitana la siguiente amaneza:
"Una vez más advierto a ustedes mis sacerdotes que si alguno comete abominables actos ni un servidor ni la Arquidiócesis de México defenderá o tolerará al delincuente, antes bien promoverá que la autoridad civil actúe con todo el rigor de la ley y pague en consecuencia por sus crímenes. No gozamos ni debemos gozar de ningún fuero. Por supuesto que en lo eclesiástico seguiremos actuando con la severidad ordenada por la Santa Sede".
Sinceramente, nos gustaría que esas palabras se pusieran en piedra en el atrio de las iglesias mexicanas y del mundo, pues, además de la pederastia, el encubrimiento de este delito por el Papa en sus años mortales, viene la denuncia pública de los hijos engendrados por sacerdotes y que a causa de las apariencias y el flexible celibato católico, han carecido de una vida familiar, de la que tanto pontifica El Vaticano.
Eso sí, envueltos en una extraña bruma de fanatismo y cinismo, la Iglesia insiste en oponerse al aborto y demás pecados que es la primera en fomentar.
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