POR.- ROLANDO GARRIDO ROMO
El próximo 7 de septiembre se vence el plazo de 90 días que el Consejo de Seguridad de la ONU dio a Irán en su resolución 1929 (2010), para que detenga el enriquecimiento de uranio que realiza en las instalaciones nucleares de Qom y permita de nuevo las inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA).
De no cumplir con el mandato del Consejo de Seguridad, Irán enfrenta una serie de duras sanciones que van desde la prohibición a los países miembros de la ONU de comerciar cualquier materia prima o tecnología que pueda relacionarse con la posible fabricación de armas nucleares, hasta la obligación de inspeccionar todos los buques de bandera iraní, que se “sospeche” puedan llevar este tipo de material.
En la resolución no se autoriza a los Estados miembros a aplicar el uso de la fuerza contra Irán, pero no cabe duda que resulta ingenuo pensar que los barcos iraníes accederán a ser inspeccionados por buques de otros países, sin oponer algún tipo de resistencia, lo que seguramente llevará a situaciones tensas y eventualmente a enfrentamientos.
El gobierno de Irán ya ha advertido que no permitirá que se le bloquee de esa manera, lo que implica que responderá a cualquier intento por limitar su comercio y sus relaciones por vía marítima.
Llama la atención el enorme interés de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU por limitar la proliferación de armamento nuclear en el caso iraní, en comparación con el que mostraron cuando Corea del Norte comenzó a enriquecer uranio y expulsó a fines del 2002 a los inspectores de la AIEA y dejó de formar parte del Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP) en enero del 2003.
A la postre, Corea del Norte sí desarrolló armas nucleares (no se sabe cuántas), probando una en 2006 y otra en 2009, así como los medios para lanzarlas (misiles).
¿Por qué entonces las Naciones Unidas no iniciaron una serie de sanciones de alto impacto como las que ahora se establecieron contra Irán, y en cambio el “halcón” George W. Bush prefirió una “ofensiva” diplomática para “convencer” a Corea del Norte de cumplir con las resoluciones del Consejo de Seguridad?
¿Por qué en un caso la diplomacia fue y sigue siendo la principal vía para contener a un líder despótico e imprevisible como Kim Jong II, y no es la vía principal para “detener” a Irán y a su presidente Mahmmoud Ahmadinejad?
Hay varias razones que explican estas dos varas para situaciones similares, en el ámbito de la no proliferación de armas nucleares.
Comencemos con las razones de Estados Unidos.
Para Washington la confrontación con Teherán data desde la revolución iraní de 1979, la caída del Sha Reza Pahlevi y la crisis que desató la toma de la embajada de Estados Unidos y de los rehenes, durante 444 días (1979-1981) por parte de estudiantes universitarios (uno de cuyos líderes era Ahmadinejad).
Desde entonces, Estados Unidos ha visto a Teherán como una amenaza, y como un obstáculo para mantener a la región controlada, bajo la tutela norteamericana.
De ahí que fueron los mismos Estados Unidos quienes alentaron y armaron a Saddam Hussein en la guerra contra el Irán del ayatolla Jomeini, que duraría ocho años (1980-88).
Después, la amenaza para los intereses estadounidenses fue el propio Saddam, al invadir Kuwait en 1990, lo que llevó a la primera guerra del Golfo en 1991, pues el control de las reservas de petróleo de este país por parte de Irak, amenazaba una parte relevante del suministro del hidrocarburo a Estados Unidos.
Desde entonces, tanto Washington como Tel Aviv consideraron como una prioridad desarmar y eventualmente, derrocar a Hussein, en vista de que ya había demostrado ser un líder poco previsible, puesto que en plena guerra con Irán había iniciado un programa nuclear (reactor de Osirak), lo que Israel consideró como el primer paso para desarrollar una bomba atómica, amenazando su predominio militar en la región, por lo que lanzó un ataque aéreo en 1981, que destruyó esas instalaciones.
Los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 dieron el pretexto que los “halcones” de Washington necesitaban para “terminar” el trabajo que habían iniciado en 1991 (aunque como todo mundo sabe, Irak no tuvo nada que ver con esos atentados); es decir, derrocar a Hussein, desmantelar al régimen del partido Baath (de orientación socialista, pero dominado por la minoría sunnita, a la que pertenecía Hussein) y establecer un gobierno pro estadounidense, que eventualmente pudiera iniciar relaciones amistosas con Israel (como en su momento lo hizo Egipto en 1977 y Jordania en 1994).
En 2003, Estados Unidos logró los dos primeros objetivos (derrocar a Saddam y destruir el régimen baathista); pero no pudo, ni ha podido establecer el tercero; esto es, instaurar un régimen que por sí solo mantenga la estabilidad en el país y al mismo tiempo siga sirviendo como contención del régimen teocrático iraní.
El problema para Washington ha radicado en que la mayoría de la población iraquí es de la rama chiíta del Islam, como lo es también la mayoría en Irán y el gobierno dirigido por los altos jerarcas religiosos de ese país.
De ahí que Irán tiene una gran influencia en Irak, y apoya a las milicias chiítas; por ello Washington, tuvo que reconocer (a partir del 2006) que destruir al partido Baath dominado por los sunnitas, había fortalecido a los aliados de Irán. Ello llevó al Gral. Petraeus a establecer una alianza con la minoría sunnita, para enfrentar la creciente influencia iraní.
Así, para Washington la ecuación Irán-Irak implica que no puede abandonar por completo a Bagdad a su suerte, pues caería bajo la órbita iraní (la retirada total de las tropas de Estados Unidos está prevista para 2011; hasta entonces “sólo” quedarán 50 mil soldados); y al mismo tiempo, mantener a sus tropas indefinidamente en Irak, implica continuar el desgaste y el derramamiento de sangre, pues tiene que enfrentar tanto a las milicias chiítas apoyadas por Irán, como a grupos islámicos radicales que han ingresado a Irak (supuestamente identificados con Al Qaeda), y controlar en lo posible a los sunnitas; además, la minoría kurda que domina el norte de Irak, también mantiene una confrontación con ambas ramas del Islam.
En este escenario, el que Irán pudiera desarrollar armamento nuclear en el mediano plazo, implicaría que la posibilidad de derrotarlo militarmente, como se hizo con Irak, se reduciría enormemente, en vista de que el régimen teocrático de Teherán utilizará la “carta nuclear” para disuadir a Estados Unidos y a Israel de cualquier intento por establecer un gobierno afín a Occidente en la antigua Persia.
El poseer armas nucleares permite una posición negociadora mucho más sólida, ante potencias que también tienen armamento nuclear como los propios Estados Unidos e Israel; ahí está el ejemplo de países como Pakistán, India o Corea del Norte, que no pueden ser amenazados tan fácilmente con represalias militares, sin que se espere una respuesta contundente de su parte, teniendo como perspectiva su capacidad nuclear.
Para Estados Unidos, cualquier medida que implique debilitar a Irán, lleva su beneplácito. Aún así, Washington está consciente de que Irán no intenta atacar con armas nucleares a Estados Unidos, pues las represalias serían devastadoras para los iraníes; sino lo que Teherán desea es afianzar su posición como potencia regional en el Medio Oriente, en detrimento específicamente de Israel, que es el país que cuenta con el mayor poder militar de esa región y ha sido aliado indiscutible de Washington, desde que se fundó como estado en 1948.
Las razones de Israel.
Para Israel ha sido imperativo, desde su fundación, mantener la ventaja militar sobre sus vecinos islámicos, lo que ha implicado desarrollar una relación estrechísima con Estados Unidos, así como con Gran Bretaña y Francia.
El objetivo primario de Israel de sobrevivir como Estado, ha sido complementado con el objetivo estratégico de ser la potencia militar número uno del Oriente Medio, no sólo para mantener amedrentados a sus enemigos, y así disuadirlos de cualquier nueva guerra en su contra; sino también, como un medio de convertirse en un referente militar a nivel internacional, pues los sistemas y las armas israelíes se venden en diversos mercados del mundo (Asia, Africa, Latinoamérica), lo que ha ampliado la influencia de este país en las fuerzas armadas de distintas zonas del planeta y ha aumentado significativamente sus ingresos.
Así también, para Israel es fundamental debilitar el potencial económico y militar de sus antagonistas (en su momento Irak; ahora Irán y Siria; antes Egipto), con objeto de reafirmar su supremacía en Oriente Medio.
Además, una parte no desdeñable del establishment político israelí (el Likud, Kadima, partidos religiosos), buscan formar el Gran Israel; esto es, llevar las fronteras de este país hasta los límites bíblicos o en su defecto, obtener la mayor cantidad de territorio posible, pues consideran que el espacio en que está asentado Israel, no es suficiente para acoger a los cientos de miles de judíos que han llegado a establecerse ahí, especialmente después de la caída del “socialismo real” en Europa Oriental y la desaparecida URSS.
Estos objetivos se verían amenazados en caso de que Irán se fortalezca y logre una posición de predominio sobre Irak, apoyado en el desarrollo de armamento nuclear, que si bien parece poco probable que deseara utilizarlo contra Israel, pues ello implicaría una represalia del mismo calibre por parte de los israelíes, además de la respuesta de los Estados Unidos; sí subrayaría, en cambio, el desafío al predominio de Israel en el ámbito militar.
Aunque Israel sigue sin admitir oficialmente que posee armas nucleares (no forma parte del TNP, ni permite inspecciones por parte de la AIEA, pero sí las exige para los otros países de la región), se le ha señalado como uno de los miembros del llamado “club nuclear”.
Israel no desea que su monopolio nuclear en la región desaparezca; no quiere que ningún otro estado (y menos uno que apoya a grupos calificados como terroristas, como Hezbola, en Líbano) cuente con este tipo de armamento y por lo tanto, se convierta en un competidor, en un ámbito tan decisivo en las relaciones de poder en el escenario internacional, como son las armas atómicas.
De ahí que Israel presione directamente a Estados Unidos para que detenga, de cualquier forma, el programa nuclear iraní y, en su caso, está más que dispuesto a llevar a cabo un ataque contra las instalaciones de Qom, tal como lo realizó contra las de Osirak en 1981.
El problema es que un ataque de Israel, sin el aval y el apoyo de Estados Unidos, puede generarle a Washington más problemas que soluciones, pues recordemos que diversos países de la comunidad internacional están en contra de realizar más acciones bélicas en el Oriente Medio. Tal es el caso de Turquía y Brasil que han ofrecido un plan alternativo, para que Irán pueda enriquecer su uranio con fines pacíficos, fuera de su territorio; o Rusia, que ha tratado de impulsar una solución diplomática, que evite una nueva guerra en una región tan volátil como el Oriente Medio.
Sin mencionar que un ataque israelí, obligaría a los norteamericanos a enviar miles de tropas más a la región, en momentos en que se supone que está iniciando la retirada de las que están en Irak.
Sin embargo, habrá que esperar a ver qué sucede con los “halcones” de Washington y de Tel Aviv, apoyados estos últimos por el poderosísimo lobby judío de Estados Unidos, a través del Comité de Acción Política Americano Israelí - AIPAC por sus siglas en inglés, y por decenas de otras organizaciones judías que presionan al gobierno de Washington para atacar a Teherán.
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