POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
Una de las razones por las que una tragedia social se convierte en México en algo, a veces incontrolable, es que lejos de reacción de inmediato, las autoridades y sus peleles se meten a la rica “grilla” y no arreglan nada, que no sea la perorata y las acusaciones mutuas de incompetencia.
El gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza, trasladó por tiempo indefinido los tres poderes de la entidad a Ciudad Juárez, exigió tres mil millones de pesos para obras y programas sociales y la visita del presidente del país, Felipe Calderón, para que la urbe vuelva a la normalidad, después de meses de la presencia del ejército en las calles y el desbocado ascenso de muertes presuntamente vinculadas a la guerra contra el narcotráfico.
Es natural que el gobernador se lave las manos y se cure en salud, llevando al Ejecutivo Federal a recibir los reclamos de miles de ciudadanos afectados por esas decisiones que en papel se ven de maravilla, pero en la práctica cuestan, derrotas pírricas, es decir, que sabiendo que no van a levantar se les sigue inyectado recursos humanos y materiales para que se destruyan más.
La prontitud de Baeza para mudarse a Ciudad Juárez también busca en el efecto mediático de supuestamente meterse en la zona del conflicto, de tal forma, que si no hay resultados no será por cobardías, sino por la habitual costumbre política de dejar solo al necesitado.
El secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, y el titular del gobierno de Chihuahua analizarán la redefinición de la estrategia a seguir en materia de seguridad nacional y aniquilamiento del crimen organizado.
Ya en el Congreso Federal se habla de incrementar las recompensas a loterías multimillonarias con goce de anonimato, cambio de identidad y lugares secretos para que los delatores se la pasen sin preocupación el resto de sus días, incluso, en el cinismo el Partido Verde promueve que esas bendiciones también le toquen a los funcionarios públicos que son humanos y pueden traicionar.
La espectacularidad del acto irá disminuyendo de no conseguirse resultados concretos y de constatar que por motivos de seguridad, la burrocracia cruza la frontera a El Paso, Texas, para “grillar” sin miedo a los atentados y demás fatalidades que atormentan a la gente de Juárez.
Sin jugarle al clarividente, es predecible el discurso presidencial y la bola de promesas para los rijosos habitantes que no captan que no hay mal que por bien no venga, en tanto, el río de sangre fluye sin indicios de parar.
En Acámbaro de las tunas, en otra confirmación de la lentitud práctica institucional, tras los albures y calumbures indispensables, Gómez Mont finalmente decretó al Distrito Federal zona de emergencia y le dio acceso al Fondo Nacional de Desastres, y Marcelo Ebrard, rompiendo el cochinito, aseguró que los damnificados recibirán mil quinientos pesotes por familia para levantar el tiradero.
No obstante, las víctimas de las inundaciones están desesperadas por la ausencia real de una ayuda y hacen lo que pueden para rescatar su patrimonio, cuidarlo de la rapiña y procurarse salud en medio de las aguas negras que no bajan.
Y al igual que en el resto de México, el pueblo real y no esos extras que salen en los spots propagandísticos culpan con justa razón que el origen de su penar, no es la naturaleza, la maldad humana o las profecías mayas, sino un gobierno inútil en todos sus niveles y una clase dirigente que sólo le interesa conservar privilegios cimentados en el sacrificio de los invisibles, de la gente fea que no aplaude la existencia de las diferencias sociales y la supervivencia del pedigrí.
Ciudad Juárez y Chalco, dos estrellas del Bicentenario.
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