POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL Y EL DODO DE LA MALA LECHE
Reaccionado a la preocupante realidad sísmica que vive Chile y que no tiene para cuando acabar con la consiguiente desgracia aparejada, los países fundados en zonas dominadas por esa peculiaridad natural han comenzado a revisar, en la destrucción ajena, la posibilidad de resolver eventos de este tipo, es decir, PREVIENEN ANTES DE LAMENTARSE Y SE OCUPAN ANTES DE PREOCUPARSE.
En México, el viernes 7 de marzo de 2010, comenzó en las redes sociales a circular el rumor de un inminente terremoto de magnitud superior a los ocho grados Richter, cuyo epicentro estaría en las costas de Guerrero y, por ende, pegaría de lleno a la Ciudad de México y una parte importante del Estado de México.
Como es habitual en la comunicación humana, cada usuario de Face y Twitter, principalmente, le fue quitando y poniendo de su cosecha al mensaje hasta que alguien difundió que en una hora el desastre estaría sucediendo.
La Secretaría de Gobernación, que para estas cosas del chisme y el lavadero le sabe bastante bien, redactó un comunicado con hartos sellos para que no hubiera duda de lo “oficial”, desmintiendo la información y, casi por decreto, aquietando a la naturaleza para que no desobedeciera las órdenes institucionales.
Sin embargo, grilla aparte, el incidente del viernes pasado no está del todo infundado. Desde 1985, cuando los mexicanos aprendimos por la mala el riesgo de residir en el centro de la República, los científicos que sí saben y que dedican la vida entera al estudio de la materia concluyeron que en un futuro INDEFINIDO, pero INEVITABLE, sucedería un movimiento sísmico fuerte efectivamente en las costas de Guerrero.
El sustento de esta certeza es que la Brecha de Guerrero, uno de tantos puntos de reacciones telúricas que inciden en el territorio nacional, no ha tenido una liberación de energía desde 1911, acumulando una tensión que tendrá que liberarse de algún modo. Por la proyección de la trayectoria de las ondas, la zona Oriente del Valle de México, antiguo asentamiento del Lago de Texcoco, tierra blanda por excelencia, se llevaría la peor parte. Esto es, el Primer Cuadro de la Capital y la zona conurbada del Estado de México, espacios urbanísticos endebles y sobrepoblados.
Asimismo, Acapulco sería otra de las ciudades más afectadas e, incluso, en una esquema de mayor daño, el puerto desaparecería. Sin embargo, insistimos, es humanamente imposible, en este momento, con la actual tecnología y los conocimientos especializados, saber exactamente el momento del sismo y el epicentro.
No obstante, es una posibilidad estudiada, evaluada y difundida por canales académicos serios y, en consecuencia, del conocimiento de cada administración que nos ha gobernado.
Estamos ciertos que no es asunto agradable de tocar, pero no ganamos nada volteando la cara o enterrándola en el suelo como los avestruces.
Existe el consenso de los especialistas que el Distrito Federal carece de una uniformidad en la seguridad de sus construcciones; que, en teoría, las edificaciones posteriores a 1985 tendrían que resistir un evento telúrico fuerte, precisamente por haberse apegado a las disposiciones de construcción vigentes; que las autoridades poseen planes de emergencia a fin de reducir muertes y heridos; que la infraestructura de salud es suficiente ante la desgracia; que los ciudadanos estamos entrenados para sortear de mejor manera el cataclismo, y que el sistema de alarma sísmica opera como reloj suizo.
Desgraciadamente son muchos supuestos y poquísimos hechos.
En entregas anteriores, EL ÚLTIMO DE LOS DODOS apuntaba la oportunidad que se le daba a México de aprender de los terremotos de Haití y Chile, de los aciertos y de los errores cometidos por los gobiernos, y de mejorar las expectativas de supervivencia de sus pobladores.
No obstante, mientras la tierra tiembla, los grillos están desgarrándose en alianzas y traiciones de poder, divorciadas de del interés humanitario. Un secretario de Estado decreta que la naturaleza se friegue y los ciudadanos quedamos en medio de la nada, precisamente, porque sabiendo el riesgo potencial de estar aquí tampoco hacemos mucho, que no sea asustar a los demás, extender bromas macabras y suponer que nada nos sucederá; en síntesis, confiamos estúpidamente en una suerte, que en las catástrofes siempre nos ha abandonado.
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