POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
Ayer domingo 4 de julio de 2010, hubo elecciones en 15 estados de la Federación para elegir a dos mil representantes populares entre gobernadores, diputados locales, alcaldes y regidores.
Independiente a las cifras que comenzaron ya a generar polémica y encono, la jornada electoral sólo legalizó nombres y emblemas que deberán legitimarse con acciones específicas en el momento que reciben el poder.
Conociendo el raquítico principio democrático de 50% más uno, sin imponer un monto mínimo de votos, permite que con diferencias pobres se levanten ganadores, no los mejores, sino los menos peores y que el mentado “cambio” continúe siendo una entelequia que usan los cínicos para amedrentar a las masas confiadas.
En una metáfora cruel, las elecciones intermedias maquillaron un cadáver y no propusieron el nacimiento de nada. Es una verdad incuestionable que el Sistema Político Mexicano y la Estructura Operativa del Estado, amén de los Partidos Políticos y los personajes ligados al Poder, están desmoronándose, y no será con el cambio de rostros y alianzas obscenas como México encontrará el rumbo. Se hace impostergable la fundación de otro status quo y no la prolongación de una fórmula obsoleta.
Gane quien gane, como lo expresó sinceramente Felipe Calderón, la violencia seguirá cuando él se vaya, y no únicamente eso, sino las lacras de una herencia maldita que nos empuja al vacío a velocidad de espanto. ¿Cómo es posible presumir de demócratas si nuestra niñez efectúa simulacros de protección contra balaceras al tiempo que repasa el vocabulario? ¿Cómo calificamos a gobiernos provinciales que cierran el paso a representantes internacionales que buscan explicaciones de graves violaciones a los derechos humanos a sus connacionales? ¿Cómo confiar en hombre y mujeres emanados de una nauseabunda estela de traiciones, transas y criminalidad burocrática? ¿Cómo asumir la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, cuando es letra muerta en las decisiones de las cúpulas dominantes?.
Sabemos por experiencia que el marcador final de las elecciones servirá para argumentar los acuerdos y los chantajes, no para mejorar las condiciones mínimas de vida de los ciudadanos.
No obstante, reconocemos el valor de los mexicanos y las mexicanas que, en zonas de alto riesgo, emitieron sus votos y dieron lección de civismo extremo. Precisamente por ellos y por ellas, la sociedad civil tiene que reaccionar e impulsar el advenimiento de un Estado distinto al que conocimos desde hace doscientos años.
Las cunas de la Democracia mundial lo han hecho y no vemos qué posee México de particular para no hacerlo. El cambio es inminente y, desafortunadamente, los mastodontes que gobiernan tardan una eternidad en moverse, así que será el pueblo, el real, no el invento de la demagogia, el responsable de hallar la vía de desprendernos de la historia de papel y fomentar un activismo histórico sin precedente. De no hacerlo, la viabilidad de una continuidad aberrante de inutilidad política está asegurado, aunque la voten sólo los familiares de esos desgraciados.
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