POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
El primer libro que leí de Carlos Monsiváis fue “Amor Perdido”, una compilación de crónicas, editado por Biblioteca Era en 1977, y que a mis 16 años encontré divertido, irreverente y políticamente incorrecto; razones suficientes como para interesarme en el autor y seguirle la pista durante años.
Monsiváis resultó ser el último de los grandes cronistas mexicanos de todos los tiempos y, honestamente, veo difícil que exista un sucesor que pueda portar dignamente esa cualidad expresada por José Emilio Pacheco, que Monsi era el único escritor que realmente reconocía la gente en la calle.
En esa adolescencia ecléctica asumí que el compromiso con el conocimiento, propuesto por el Monche, no distaba de mis aspiraciones personales y comencé a darle forma a una concepción de la realidad propia y a no temerle al academicismo, arriesgando por la senda que me había revelado “Amor Perdido”.
Me niego a enumerar la cantidad infinita de halagos, retrospectivas y demás madres que se acostumbran en el deceso de un dinosaurio. Yo me voy por la libre.
En algunos encuentros que tuve con Monsiváis, ya como periodista en Excélsior, fue redondeando mi concepto adolescente y constaté que al igual que cualquier intelectual, el señor cabalgaba en un corcel de contradicciones, eclipsado por la pureza del personaje que inventó.
Efectivamente, Monsiváis era un punto y aparte del quehacer cultural mexicano, sin embargo, el hombre respondía a otros rumbos. A mi juicio, en calidad de entrevistador, sabemos todo de “Monche”, pero poquísimo de la intimidad de Carlos y, quizás, en semejanza a Salvador Novo, en los próximos años aparezca un estudio completo del ser humano y no del icono.
“Amor Perdido” es un bolero de Pedro Flores e interpretado por María Luisa Landín, que era la canción favorita de Carlos Monsiváis y cuya letra transpira el ambiente arrabalero y genuinamente popular que encontró en la pluma del finado la expresión estética máxima.
Apegándome a los recuerdos, Carlos maduró y envejeció junto a su pensamiento, de tal suerte que hubo poco original en la recta definitiva de su existencia, lo que valió que lectores críticos expresaran que Monche estaba muerto desde hacía mucho, pero que no se había dado cuenta.
Como triste homenaje, los medios le aseguraron supervivencia financiera usándolo como oráculo y esfinge en interminables participaciones legitimadoras de la preocupación del entretenimiento por la cultura.
“Monche” les siguió el juego y vivió de la fama.
La noticia de su fallecimiento, a unas cuantas horas de diferencia al de José Saramago, puntualiza Marcia, la comprobación de la creencia del pueblo a que los muertos se van de tres en tres. Sólo espero que en esta ocasión no le toque a mi escritor mexicano favorito.
Ya no tengo 16 años y el espacio en mi biblioteca personal para los libros de Carlos Monsiváis es discreto porque el hombre que soy está en otra frecuencia y se expone a otras propuestas, sin embargo, de vez en vez, regreso a esas páginas para escuchar a ese adolescente que le debe a Monsiváis y otros de sus honorables contemporáneos que haya elegido pensar y existir difundiendo cuanto pienso.
Gracias, “Monche”.
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