POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
Para los escépticos que no creen ni en sí mismos.
Después del fiasco político-judicial del caso Paulette, la desaparición del “Jefe Diego” encierra lecciones aparte sobre la existencia concreta de una mafia de cuello blanco, llamémosle familia, integrada por prominentes figuras de la clase dominante que tiene la capacidad de mover las cosas de forma abierta y sin miramientos, con el propósito esencial de perpetuar el linaje y el poder en la toma de decisiones.
La evolución del Caso Diego así lo demuestra. Primero impuso un hermetismo total hasta que la “escena del crimen” fuera adecuada y no mostrará inconvenientes. Más de doce horas, en sábado y un partido de fútbol importante en puerta. Considerando las reacciones de los interesados, la estrategia de dispersar versiones encontradas en cuanto al desatino del desaparecido ayudó a tender una cortina de humo, atrayendo la vista y la inteligencia a otra parte.
Después los “grillos” hicieron lo propio, rogando por la recuperación del panista y metiéndose directamente a las elecciones de Yucatán. Gritos, matracas y sombrerazos mutaron el pesar por la defensa dura de los resultados.
Tras la gira de Estado de Felipe Calderón a los Estados Unidos, que honestamente no sirvió de mucho, a pesar de la bravuconada del presidente en contra de los republicanos, el Partido Acción Nacional estuvo instalando el cónclave nacional para elegir a los consejeros responsables de la candidatura presidencial de 2012. Ahí el Ejecutivo efectuó el protocolo y el discurso deseando buenas vibraciones a Cevallos, pero sin mover un dedo, ya nada más por consideración.
Lo increíble sucedió en el campo de los medios electrónicos de desinformación y control social, cuando Televisa, a través de su patiño mayor, Joaquín López Dóriga, renunció al compromiso de cubrir la noticia de la desaparición de Diego por ¿respeto a la familia?. No se necesita una gran capacidad deductiva que alguien dijo no y el monopolio va y cumple.
La operación limpieza no había terminado, quedaban cabos sueltos y un peligroso espectro de filtraciones, como la supuesta foto del desaparecido con los ojos vendados y en fondo oscuro que, según los familiares, correspondía el hombre. Previamente estos “familiares” decidieron que se retiraran espectaculares donde se presionaba al encuentro del patriarca de la derecha decimonónica mexicana. Silencio, silencio.
Instalados en la repetición de esquemas, la “familia” ordena a la Procuraduría General de la República, y mediante ella todas las representaciones del interior, a suspender averiguaciones. En pocas palabras a dejar el asunto enfriado y, asombrosamente, los policías dicen sí y se repliegan, dando una percepción perfecta de cómo funciona el sistema.
Los días pasan y la “familia” ya cercó el caso en definitiva. Si se resuelve lo hará con sus propios medios, sino también. La desaparición de Diego Fernández, por quién es y qué representa, se convirtió en un asunto familiar que sólo entre las cabezas del poder “legítimo” deberá discutirse y solucionar.
Es nauseabundo experimentar la sensación de un doble engaño, pues, la guerra contra el crimen organizado y sus tradiciones no contempla, ni podría hacerlo, tocar otra agrupación que desde la legalidad hace y deshace a favor de una excepcionalidad muy antigua y práctica.
Como en cualquier reino del pasado, el pueblo de México, esa servidumbre humana, no está facultada para enterarse u opinar de nada. El Caso Fernández es un asunto de familia y sólo ella decidirá.
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