Por.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
Uriel bajó del cielo.
Un día aterrizó en el barrio y nos acostumbramos a verlo.
Alto, greñudo, mugroso y bien pirado de la realidad, Uriel daba de que hablar. Las beatas de la iglesia del Espíritu Santo le huían peor que al diablo. Las prostis le regalaban un café, un pan y puede que una caricia. Los comerciantes le donaban lo que pedía y Escandón fue su residencia terrestre.
Uriel le metía a tocho. Al frutsi con alcohol, a las naranjas con flexo, a las estopas de activo y a la mostaza que apañaba en el rol. Neta que lo primero que veías al salir de tu guarida era a Uriel taloneando pa’ la cruz que lo jodía.
Estábamos chavitos y nuestras jefas conspiraban gacho por lo traviesos que les salimos. Cero escuela; cero catecismo; cero aliviane a la casa.
Ignoro a quién se le ocurrió de las mamás usar al Uriel como arma represiva y tan pronto nos veía que agarrábamos rumbo al mercado o a las laterales del doce de octubre, el Uriel nos correteaba e íbamos en retirada al colegio.
Uriel fue correcto con la gente. Te pedía un peso o un taco y no había fijón de no dárselo. “Madrecita (o padrecito), gracias” te decía y se retiraba. Yo creo que por decente, los escandinavos le agarramos ley y lo convertimos en héroe desconocido o excombatiente de nuestro Vietnam pueblerino, ya que la comunidad lo abastecía de lo que se pudiera: una cobija, unos “cacles”, un poco de carne guisada, un “chesco” o una botelluca.
Uriel vivió en Escandón muchos años y los chavitos crecimos. Unos cambiaron de aire y otros nos atamos al barrio por herencia de los jefes. La Escandinavia se agrandó y perdió sus tradiciones, sus afectos y la hermandad. Yo me agarré una novilla de la San Simón y mis roles se ampliaron al norte: Tlatelolco, la Raza o los Indios Verdes. Muy pocos días me encontraba en la colonia.
Uriel pasó de moda y arreciaron los “Panchitos” y la “Banda Unida Kiss”; chavalos gruesos que adelantaron el costo social de una ciudad en la que los contrastes avivan odio y venganza.
Los colonos metidos en sus problemas ya no pelaban al loquito de Uriel y con el agandalle de las bandas, las madres cambiaron de “Coco”. No digo que lo abandonáramos; más bien definimos intereses en los que “Uri” no cabía.
La Universidad y los libros me sacaron definitivamente de Escandón. Vinieron los fríos y nos cargó el payaso.
Una preposada, unas vecinas de la iglesia encontraron al Uriel agonizante. Pedimos una ambulancia. Llegó tarde. El buen Uriel murió en los brazos de las mujeres. La noticia hizo temblar Escandón. Colectamos una feria y lo enterramos decentemente. Hicimos misas en su memoria que triplicaron la asistencia de los propios Viernes Santos.
Muerto Uriel nos percatamos de lo perdido. Escandón, el mítico Escandón, el lugar mágico se diluía en la desaparición de su vagabundo favorito.
Dirás que estoy orate, pero te juro que al descolgarme al barrio me parece que voy a toparme al Uriel y a la tropa que hemos perdido en esas guerras sin nombre, en esas noches escandinavas...
1 comentario:
Fue inevitable leer el relato, maestro. Le mando un gran abrazo para estas fiestas y salú por Uriel.
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