Por.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL
Se los advertí . No era lo mismo “Los tres mosqueteros” que “Veinte años después” o “El paraíso recobrado”.
Productos beatleanos armados en el “peace ando love”, las drogas, el sexo, los movimientos estudiantiles, la música y el izquierdismo infantil, tardamos cincuenta años en madurar y casi diez para aceptarlo.
Vayamos despacio. Alberto, César, José y yo coincidimos en una preparatoria pública y nos hicimos amigos. Sencillamente ocurrió. Alberto tocaba la guitarra y cantaba baladas en español. César aprendía el uso y abuso del contrabajo. Las orejas de José escurrían mermelada al escuchar las canciones de los Biros. Yo insistía en blusear, pese a la clase media y a la colonia Escandón.
En la obviedad de la época formamos un conjunto musical. A falta de un baterista serio, convencimos a Joe y mal encaminando su salvajismo, conformamos la banda de los Few Mothers. El primer hard-act made in Mexicalpancingo de las tunas.
La asociación funcionó casi siete años. En el promedio de los esfuerzos y el fusil, la banda consiguió un cartel interesante en Tacubaya, Santa Fé y demás localidades aguerridas del rupestre Observatorio.
Nuestros padres, azotados y católicos, no cejaron en insistir sobre la “necesidad de ser alguien en la vida”. Poco a poco, empezamos a claudicar. Alberto estudió Medicina. César encontró esposa. José vistió uniforme de la Fuerza Aérea. Yo me clavé a las Relaciones Internacionales.
Rebasamos la adolescencia convertidos en la antitesis de nuestros anhelos. Compenetrando docilidad, entreguismo y chaquetismo ideológico, Alberto y yo nos graduamos con honores y continuamos la especialidad correspondiente. César y José fueron padres.
Los caminos reventaron. Cada chango a su mecate y tendido al crédito, la honorabilidad y los blasones de aristocracia. En una década huimos del guitarrazo y el descontón a la monotonía de un club deportivo, automóviles austeros y una casita en abonos.
La paradoja nos avergonzó y discretamente dejamos que la desidia dictara la sentencia. Nos perdimos. En un rinconcito de nuestras mentas desvencijadas, la banda de los Few Mothers se despedía de sus amados fans.
Rondando los cuarentas, José movió mar y tierra para un reencuentro. Seis meses nos ocupó generar la coincidencia correcta. Un bar de imponente aspecto abrigó la cita de cuatro veteranos fallidos del verano hippioso, la primavera de Praga y el mayo francés. Alberto, el doctor, Raúl, el licenciado, César, el líder sindical, y José, el oficial, lamieron la claudicación a sus ideales. En el cenit de la borrachera juraron el retorno de los valientes y las reconquista de la utopía acuariana. La banda de los animales regresaba al circuito de la perdición.
Viéndose a intervalos desordenados, los cuatro sostuvimos una especie de amistad fundamentada más en las evocaciones que en la actualidad imperante. La inercia hubiera seguido indefinidamente de no ser por el anuncio del concierto de despedida del Gran Ídolo, el mega grupo sesentero, que concluía una trayectoria de cuatro decenios de “puro y auténtico” rock and roll.
Alberto sugirió la asistencia compartida en honor a los buenos tiempos y al salvajismo eterno. César y José aceptaron apartar y comprar los boletos. Yo me hice güey y opté por invitar los tragos previos al toquín, esperando que el mítico Al pusiera la ranfla y el estacionamiento.
El viernes fatal, los cuatro comimos y bebimos en una cantina light de Coyacán. Flameados e indecisos, subimos al hiper auto de Albertico y nos dirigimos al Estadio.
Si bien, enfundados en mezclillas y accesorios casuales, las marcas destacaban el éxito laboral, reduciendo nuestra peregrina idea de imitar el “no class” de los roqueros empedernidos. En las inmediaciones del Coloso, el fluido vehicular y las pocas personas que observamos, nos indujo a suponer una llegada adelantada.
Las ofensas no se hicieron esperar. ¡Ya ves, pendejo¡ ¡No mames¡. José impuso orden. Liquen sus wachos. ¿Qué?. Sus relojes. Ah. Estamos en tiempo.
En el estacionamiento, una oleada de estupor devastó la integridad de los cuatro. Cual entrada dominical a la ópera, una larga fila de sesentones emperifollados aguardaban la inspección de los guardias de seguridad. Un parque jurásico poblado de dinos, chamarras de cuero, playeras-pijamas, olores a naftalina y celulares conectados a caros hospitales de urgencia, hollaba el estereotipo de la rebeldía roquer.
Reconocíamos que las mocedades apestaban a rancio pero guardábamos la fe en que las arrugas no derribarían el ánimo del corazón. Y hete que a las puertas de un recinto deportivo, la gerontocracia en pleno usurpaba el lugar de las bellas huestes de una generación legendaria.
A la defensiva nos colamos al Estadio. Estupefactos constatamos el auge de la momiza y uno que otro nieto trasnochado. En silencio aguardamos el principio del concierto. La oscuridad automática anunció el redoble de un tambor. Una cascada de luz inundó el escenario. El Gran Idolo arremetió su hit “Tengo 16 y me vale madre”.
En desvarío cuasi etílico psicotrópico al estilo Burroughs, los integrantes del Gran Ídolo, en la amplitud de los miles de lustros integrados a su fama, semejaban a un quinteto de momias flamboyantes inmolándose en la ovación de los muertos vivientes de George A. Romero.
A mi diestra una pareja de carcamales fumaba mariguana, retorciendo sus magras carnes. En la siniestra, dos cacatúas disfrazadas de Bruce Springsteen aullaban a la luna. Las tribunas exhibían la descomposición de la vitalidad. De sumar el total de las edades asistentes tendríamos el origen del planeta. El mero caldo primigenio hecho caca.
En esos minutos, la película de mi biografía fue consumida. Mis camaradas reaccionaban del mismo modo. A la discreta nos inspeccionamos. ¿Jóvenes?. Ni de nombre. Arrugas, verrugas, reumas, canas, tripas, hinchazones; el catálogo de la vejez nos estalló en las jetas. Las máscaras rodaron. Un cuarteto adulto decrépito aplaudió el primer número de su funeral.
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