lunes, 17 de agosto de 2009

MARASSA: MI WOODSTOCK

Por: RAÚL GÓMEZ MIGUEL


Excompañeros de la primaria y de la secundaria donde estudié comenzaron una serie de reencuentros, a mi juicio, bastante deprimentes, pues si veinte años es un tipuchal de tiempo, treinta es una vuelta a la primera glaciación. No obstante, mi carnal Edgar, desde Chiapas, añora esas extravagancias y asegura acudir a alguna y constatar el cruel y gandalla “divertimento” del Padre Cronos.

Para mí, la primaría y la secundaria, fueron un infierno por partida doble, por un lado la beca dada por mi abuela Celia, dueña del colegio, me puso en desventaja como a cualquiera, dado el nivel socioeconómico de los alumnos en general, y por el otro, las autoridades académicas me calificaron, a priori, de topo, de oreja, de ser un espía de la ruca para verificar el cumplimiento de sus disposiciones.

El resultado fue un espantoso tormento propio y externo a mi realidad de becado y de chismoso institucional. Por ende, cualquier cosa o travesura cometida por miembros de mi salón tenía ya al sospechoso habitual. Inocente o culpable, el reporte llegaba puntual a mi abuela y los castigos eran draconianos. Mis compañeros, ubicando al omega del grupo, se dieron vuelo al hacerme mi estancia imposible, poniendo en rojo mi no pertenencia a su mundo. Mi madre trataba de entender la peculiar balanza, moviéndose bajo mis pies y me pedía paciencia.

Por ello, al finalizar los cursos de 1979 y ser aceptado en el Colegio de Ciencias y Humanidades de Naucalpan en el turno 04, experimenté la liberación total de quedar bien y simular cortesías. Durante tres años viví plenamente en términos de igualdad las buenas y las malas con hombres y mujeres abiertas a aceptar o a rechazarme por mí, por mis actitudes y por la fortuna de mi abolengo.

La UNAM, a través del CCH, me facilitó una visión de las cosas y una valorización crítica de la sociedad mediante profesores de imborrable influencia en mi pensamiento y de sentidas lecturas en cuanto al devenir histórico de la sociedad. Entré en contacto con expresiones culturales desconocidas y padecí la tentación de dejarme llevar por el desmadre. Tuve mi primera novia y formé una comuna musical en mi cuarto, donde aprendí los rudimentos del blues, el rock and roll y el rock en las guitarras eléctricas y acústicas. Asistí a la primera tocada y me hice asiduo a visitar el primer Tianguis del Chopo y me convertí en líder estudiantil en largas semanas de resistencia y aventuras, marcadas por el espíritu de 1968 y 1971.

En salones, pasillos, escaleras, canchas, biblioteca y jardines, el CCH no defraudó mi idea de estar en otro nivel, en otra forma de explicarme las cosas. El turno “cero, cuatro” se nutría de jóvenes mayores a los pubertos de la mañana, casados, padres y madres solteras, obreros, oficinistas, pobres, pudientes, viciosos o limpios, y yo iba de círculo en círculo aprendiendo de las cabezas ajenas y formándome un criterio amplio y resistente a la condena. Cada cual tiene el derecho de hacer de su vida un papalote y volarlo.

También en el CCH encontré a otro de mis grandes amigos de toda la vida, el mítico Walrus Pie, fan a morir de los Beatles y un baterista loco de cuidado. Con Walrus pasé momentos fundamentales en el cortejo y la seducción de compañeras, extravagancias de conducta, encerronas musicales antológicas y reconocí el enorme corazón y la nobleza típica de un camarada sin par.

Al escribir estas líneas no buscó otra cosa, de no ser la emotividad de este fin de semana pasado al cumplirse cuarenta años de la celebración del festival de Woodstock, treinta de haber terminada la secundaria y recordar a César Martínez, Alberto Zamora, José Orozco y yo haciendo cola en el cine para ver el documental de los tres días de amor, paz y música, y el impacto de contemplar en una pantalla de a deveras, no las mini de la actualidad, a Joe Cocker cantándonos “Con la pequeña ayuda de mis amigos” y a Alvin Lee desbordando la guitarra en “I’m going home” by helicopter, trazando un línea recta al panteón de nuestra reverencia y el tamaño del esfuerzo para no desmerecerlo.

Así fuimos y así los recuerdo.






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