Son famosos; no hay un solo día sin que una institución o funcionario público los traiga a cuento para argumentar acciones políticas.
Son sujetos de atención de cuanta empresa o fundación exista para mejorar la imagen de responsabilidad social que los tiempos imponen.
Son patrimonio nacional, es decir, nos pertenecen a todos los que estamos fuera de la categoría.
Son prioridad electoral, antes que, incluso el partido, el candidato ya está preocupado por ellos.
No pagan impuestos y ni quien cometa la blasfemia de sugerir que lo hagan.
Son libres de instalarse donde les venga en gana a sabiendas que por irregular o ilegal que sea su asentamiento, no faltará la autoridad que los regularice. Y si pierden sus dizque viviendas, la sociedad está obligada a reponérselas más bonitas.
Son raiting, que si un noticiero o programa no jala, ahí van sus imágenes como recordatorio que el sufrimiento es universal.
Son excusa religiosa para orar y pedir donativos que los favorezcan.
Son la papa caliente de las celebridades que hacen malabarismo con tal de posar junto a ellos y enseñar a la media la bondad de su corazón.
Son deducibles de impuestos si el contribuyente prueba que invierte en ellos para maldita la cosa.
Son maestros de la conciencia social de los jóvenes privilegiados cuyos colegios los llevan a conocerlos y tocarlos, y admitan que dios está de su lado.
Son excelentes modelos fotográficos para profesionales locales y extranjeros cuando se trata de ostentar el compromiso social.
Propician la unidad ideológica en su protección y preservación.
Son atractivos turísticos para viajeros de países más desarrollados que carecen de este tipo de modelos decadentes.
Son los beneficiarios directos de cualquier presupuesto porque lo necesitan todo.
Son, en pocas palabras, los únicos mexicanos que cuentan a la hora de la responsabilidad pública.
Sin embargo, una pregunta nos inquieta: por qué a pesar de tantos auxilios, los mexicanos que menos tienen siguen creciendo en las mismas condiciones de siempre.
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