martes, 2 de febrero de 2010

MARASSA: UNA HISTORIA DE MAR Y AMOR

Por.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL

Periodista menor, maestro fumado y esposo abandonado, Evodio Gil “quemó sus naves” en la Central Camionera.

En el autobús se sentó en un rincón, sobó un poemario de José Emilio Pacheco y tarareó Eleanor Rigby. Estaba envejeciendo y su existencia adolecía de sentido. Tal vez su mujer no estaba errada en tacharlo de adolescente vegetativo. La mayoría de sus cuates había sostenido hogares, criado hijos y firmado actas de divorcio. Y Evodio en la misma: salario raquítico, colaboraciones en revistas muertas y persiguiendo a todas las mujeres que no le harían caso. Mejor se concentró en Pacheco y no apuntó una coma a la idiota historia de su vida.

Adormilado, babeado y torcido del cuello, Evodio despertó a la mitad del trayecto. Hubiera comprado unas tortas. Joder. Buscó en su valija algo comestible. La dimensión desconocida. Estaba oscuro y no tenía maldita idea en dónde estaba. Se pegó al vidrio de la ventanilla y buscó (albureramente) al coyote cojo. Puras sombras tenebrosas y lucecitas interminables en la lejanía. Inquieto miró al resto del pasaje. Jetones. Volvió a dormirse.

Un enfrenón lo hizo chocar con la parrilla de los velices. Una pinchurrienta vaca obstruía el camino. El chafirete y el cacharpo descendieron de la unidad y a mentadas y empujones movieron al animal. Los viajeros amodorrados intercambiaban miradas al reloj. Evodio sintió crujir su estómago y el espeluznante “clic” que soltó la diarrea desgraciada que lo postró en el water las millas faltantes a la costa.

En el retrete, Evodio pensó en Laura, la trigueña aquella que le movía la hormona y que lo mandó cinematográficamente a la chingada. Y a lo cursi cantó “Nada soy sin Laura, sin Laura”. Le dolía la panza y le ardía el ojete de tanto limpiarse.

Sentadito y recargando su cabecita en la pared del sanitario, Evodio extrañaba imaginariamente el cuerpezote de Laura, el pelo de Laura, la vocecita de Laura y, por defaul, el amor de Laura; perfección humana y dama del “caballero chorrillento calzón en mano”.

Al rayar el sol, el autobús entro a Puerto y lo primerito que vio Evodio fueron unos puerquitos domésticos modelito Vietnam que lo asquearon.

El puerto no desmereció la elección de Evodio y caminó a la playa. En alguna parte había leído que sentir el agua de mar en los pies pelones era casi un orgasmo. Y fiel a su lectura Evodio se descalzó, aventó los calcetines y corrió al agua. N’ombre, tantito metió sus patitas y se percató de su tarugada. El mar estaba helado y el lodo se adhería a las plantas de sus pies igualito que la caca de perro. Dando brincos salió del agua escupiendo pestes.

Y aquí ocurre el milagro. Vayan a saber si por el frío del mar o el estado anímico del sujeto, Evodio contempló la vastedad del océano y exclamó la pregunta metafilosófica del género humano: ¿Qué espectacularidad hay en estar húmedo de las patas?.

Dicho lo anterior, Evodio regresó en friega a la parada de camiones, compró su boleto de retorno y se comprometió a enamorar a Laura y reiniciar su depresión.

No cabe duda, misteriosos son los senderos de Dios.

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