POR: Raúl Gómez Miguel
La semana en que las revistas norteamericanas Time y Newsweek dedicaron sus portadas al Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida (SIDA), el sistema de salud de los Estados Unidos aceptaba que la epidemia estaba fuera de control. Una enfermedad terminaba de tajo la revolución sexual, iniciada en los años sesenta, y el hedonismo puro de la década siguiente. La moral, como una preservación retorcida de la supervivencia, y la libertad, marcando la retirada circunstancial, debatirían en los lustros siguientes la viabilidad de sus argumentos.
El SIDA acabó las pretensiones subversivas del cuerpo y atrajo a la masa al temor ancestral del castigo de los dioses. Las preferencias sexuales alteradas, entiéndase promiscuidad y homosexualismo, unidas a la drogadicción y la transfusión sanguínea despertaron en la gente la visión apocalíptica de que el placer era una condena de muerte. Sin mayores trámites, las costumbres se endurecieron. La persecución se hizo presente y las fronteras se contrajeron. Las ortodoxias religiosas y políticas encabezaron una larga procesión de arrepentimiento por los pecados de la carne. El conservadurismo económico alcanzó la aceptación definitiva.
Para los adolescentes que en ese momento se abrían a la tentación carnal, las cosas no pintaban bien. Aprendieron, por prueba y error, que los preservativos, casi ausentes en sus hermanos mayores, serían sus compañeros de por vida y que las buenas costumbres, ventiladas en público, abrigaban el camino de la aceptación. Moldearon una rebeldía plástica: extravagante en el exterior y timorata para sí. Los ochentas fueron la década artificial del siglo XX en la que el sexo, aunque explícito, estuvo guardado en cubiertas de látex.
En el campo del espectáculo, los ochentas estuvieron representados por las figuras de Michael Jackson, el negrito bailarín renegado, Bruce Springsteen, la voz del paro reaganista, y Madonna Louise Ciccione, la diosa de la sexualidad perseguida.
Si los sesentas y los setentas transformaron el puritanismo sexual en una fiesta democrática radical, los ochenta amenazaban con convertirse en el retorno de los muertos vivientes, digo, la gente decente que añoraba la era de Eisenhower o la de Porfirio Díaz, en México.
Por ello, la irrupción de Madonna como una cantante de dance comprometida con la fiesta (lo gay en términos de cercanía) abrió un espacio milimétrico por donde transitaron artistas y corrientes que definieron la sexualidad mercantil que ahoga el negocio sin aportar mayor trascendencia conceptual.
Madonna resumió la eterna condición vilipendiada de la mujer: como amiga de extraños, diferentes y monstruos; como prostituta insaciable de lujuria y poder; como representante permanente del mal y la tentación del hombre; como una escaladora social ajena al orden establecido; como una predicadora profana al servicio del caos; como un ser humano que simplemente decía no y hacía algo al respecto.
En el centro del escándalo y la persecución, Madonna no perdió la autenticidad de una convocatoria honesta aunque primitiva. Exteriorizó la ropa interior al ponerla sobre la vestimenta. Modificó la sensualidad de la lencería femenina al convertirla en uniforme de una causa. Moldeó un personaje femenino agresivo y activo que demandaba la satisfacción genital plena. Capturó la fascinación de los excluidos sexuales en un ritual integrador de música, canto y baile. Contribuyó a la expansión de los gustos decadentes de Occidente en los regímenes totalitarios y jugó el papel de muñequita inflable sadomasoquista y tornó la pregunta obligada de ¿tendrías relaciones con Madonna? en un asunto que llenó miles de espacios alrededor del orbe.
Madonna fue la imagen que recordó a millones de jóvenes por dónde iba la propiedad de su cuerpo. Fustigó iglesias, partidos, censuras y falsedades. A pesar de la resistencia moral, patriota y fanatismos similares, Madonna se convirtió en mujer de éxito, millonaria y libre de hacer lo que se le viniera en gana; lo que probó una opción íntegra en la saturación bobalicona de modas y espejos del entorno. Se obligó a llegar lejos y lo logró sin perder el aplomo y la naturalidad de su ser.
El discurso de Madonna era simple: haz lo que se te ocurra, pero en el contexto del control social de ese tiempo, la invitación era una abominación. Al concretarla, la cantante continuó una tradición de libertad que ni siquiera el rock circundante pudo superar. El sexo también hace revoluciones.
En perspectiva y comparada con las divas sexuales actuales, Madonna es un icono permanente, una tradición, una célebre “ha sido”. No obstante, ninguna de estas mujeres lúdicas hubiera podido existir sin el atrevimiento y la fuerza de la primera dama del pop erótico que “like a virgin” regaló el milagro de respetar la elección individual a escoger el tipo de intimidad que merece. Y eso, no cualquiera... no cualquiera.
El SIDA acabó las pretensiones subversivas del cuerpo y atrajo a la masa al temor ancestral del castigo de los dioses. Las preferencias sexuales alteradas, entiéndase promiscuidad y homosexualismo, unidas a la drogadicción y la transfusión sanguínea despertaron en la gente la visión apocalíptica de que el placer era una condena de muerte. Sin mayores trámites, las costumbres se endurecieron. La persecución se hizo presente y las fronteras se contrajeron. Las ortodoxias religiosas y políticas encabezaron una larga procesión de arrepentimiento por los pecados de la carne. El conservadurismo económico alcanzó la aceptación definitiva.
Para los adolescentes que en ese momento se abrían a la tentación carnal, las cosas no pintaban bien. Aprendieron, por prueba y error, que los preservativos, casi ausentes en sus hermanos mayores, serían sus compañeros de por vida y que las buenas costumbres, ventiladas en público, abrigaban el camino de la aceptación. Moldearon una rebeldía plástica: extravagante en el exterior y timorata para sí. Los ochentas fueron la década artificial del siglo XX en la que el sexo, aunque explícito, estuvo guardado en cubiertas de látex.
En el campo del espectáculo, los ochentas estuvieron representados por las figuras de Michael Jackson, el negrito bailarín renegado, Bruce Springsteen, la voz del paro reaganista, y Madonna Louise Ciccione, la diosa de la sexualidad perseguida.
Si los sesentas y los setentas transformaron el puritanismo sexual en una fiesta democrática radical, los ochenta amenazaban con convertirse en el retorno de los muertos vivientes, digo, la gente decente que añoraba la era de Eisenhower o la de Porfirio Díaz, en México.
Por ello, la irrupción de Madonna como una cantante de dance comprometida con la fiesta (lo gay en términos de cercanía) abrió un espacio milimétrico por donde transitaron artistas y corrientes que definieron la sexualidad mercantil que ahoga el negocio sin aportar mayor trascendencia conceptual.
Madonna resumió la eterna condición vilipendiada de la mujer: como amiga de extraños, diferentes y monstruos; como prostituta insaciable de lujuria y poder; como representante permanente del mal y la tentación del hombre; como una escaladora social ajena al orden establecido; como una predicadora profana al servicio del caos; como un ser humano que simplemente decía no y hacía algo al respecto.
En el centro del escándalo y la persecución, Madonna no perdió la autenticidad de una convocatoria honesta aunque primitiva. Exteriorizó la ropa interior al ponerla sobre la vestimenta. Modificó la sensualidad de la lencería femenina al convertirla en uniforme de una causa. Moldeó un personaje femenino agresivo y activo que demandaba la satisfacción genital plena. Capturó la fascinación de los excluidos sexuales en un ritual integrador de música, canto y baile. Contribuyó a la expansión de los gustos decadentes de Occidente en los regímenes totalitarios y jugó el papel de muñequita inflable sadomasoquista y tornó la pregunta obligada de ¿tendrías relaciones con Madonna? en un asunto que llenó miles de espacios alrededor del orbe.
Madonna fue la imagen que recordó a millones de jóvenes por dónde iba la propiedad de su cuerpo. Fustigó iglesias, partidos, censuras y falsedades. A pesar de la resistencia moral, patriota y fanatismos similares, Madonna se convirtió en mujer de éxito, millonaria y libre de hacer lo que se le viniera en gana; lo que probó una opción íntegra en la saturación bobalicona de modas y espejos del entorno. Se obligó a llegar lejos y lo logró sin perder el aplomo y la naturalidad de su ser.
El discurso de Madonna era simple: haz lo que se te ocurra, pero en el contexto del control social de ese tiempo, la invitación era una abominación. Al concretarla, la cantante continuó una tradición de libertad que ni siquiera el rock circundante pudo superar. El sexo también hace revoluciones.
En perspectiva y comparada con las divas sexuales actuales, Madonna es un icono permanente, una tradición, una célebre “ha sido”. No obstante, ninguna de estas mujeres lúdicas hubiera podido existir sin el atrevimiento y la fuerza de la primera dama del pop erótico que “like a virgin” regaló el milagro de respetar la elección individual a escoger el tipo de intimidad que merece. Y eso, no cualquiera... no cualquiera.
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