Por: Raúl Gómez Miguel
El 22 de julio de 2008 murió mi madre y, según la tradición de mis ancestros, no le corresponde este año visitar la casa ni recibir la ofrenda. Por tanto además de huérfano también estaré solo meditando las cargas morales que proceden.
Por razones propias y ajenas, mi madre y yo nunca pudimos establecer un contacto normal de familia y a nuestro modo cumplimos roles y luego cada cual tomó su camino para no volver, para no dar explicaciones.
De tiempo en tiempo, doña Flora y yo nos hablábamos por teléfono para terminar peleando o asegurando que estábamos bien. A los dos nos pesaba encontrarnos y al final expresábamos lo inmediato: dinero, salud y suerte.
A principios de año, tuve la pérdida irreparable de uno de mis maestros de vida. Don Enrique Loubet Jr. Su deceso mezclado con una crisis emocional típica de la mediana edad me empujaron a cerrar círculos que durante años mantuve abiertos. Busqué, encontré y hablé con personas importantes en mi existencia y aclaré los sentimientos que me movieron a ellas y empecé a explicarme a mí mismo. Fue duro y literalmente descendí al infierno para dejar de culparme por los fracasos de otros e insistir en la infelicidad que produje a hombres y mujeres que nunca se la merecieron.
Una mañana, después de casi dos años de no habernos visto, fui a visitar a mi madre. La vi convertida en una viejecita tranquila y conforme con el olvido que la rodeaba. Hablamos de todo y me confesó cosas que ni siquiera sospechaba. Le pedí perdón por no haber sido el hijo que debí ser, y ella, a su vez, se disculpó por no haber estado a la altura de la maternidad. Hicimos las paces y reiniciamos una cercanía.
Unas semanas más tarde Flora Gómez Miguel, mi madre, dejó de existir.
Mi abuela, Petra Miguel, encomendó a los familiares con los que vivía que mi madre tuviera un velorio al estilo de nuestro pueblo. El cadáver se veló en casa, se montó la cruz, se rezaron los nueve días y se levantó la cruz. Seguí paso a paso la creencia oaxaqueña. Estuvieron el canto, la comida, la bebida y el recuerdo. Por unas horas me fundí a la raíz de la tierra y Magdalena Yodocono se trasladó a Ciudad Neza, y todas las almas de nuestros muertos vinieron a darle la bienvenida a la de mi madre.
Y no faltó la reminiscencia prehispánica. Una de mis primas introdujo en el ataúd un refresco de la marca favorita de mi madre.
En el panteón las cosas no fueron diferentes a las consabidas reacciones de la querencia y el adiós. Un dúo seudo norteño cantó a grito pelado las canciones indispensables hasta culminar con “Amor eterno” del divo de Juárez. Recibí pocas condolencias, pero me dio gusto que el cuerpo de mi madre descansará cerca de los suyos.
Tarde varios días en comprender el fallecimiento de Doña Flora y, cuando lo hice, el mundo se volvió un poco más vacío. Soy lo último de dos sangres que me nutren y me dividen.
Por eso, el año entrante en que vuelvan los muertos, sencillamente me fijaré en la columna luminosa que integrarán y buscaré a Doña Flora, que será joven, bella y sonriente, y si tengo suerte, puede que hasta me dé su bendición.
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