Por: Marcia Trejo y Raúl Gómez
Cuatro novelas y cinco películas son, hasta ahora, la síntesis informativa que tenemos sobre el ficticio asesino serial consentido del imaginario popular universal de este nuevo siglo.
Hijo de la mente ¿enferma? del escritor norteamericano Thomas Harris, autor de “Domingo negro” y otras narraciones secundarias, Hannibal Lecter es el icono exacto entre las temibles criaturas de la realidad y la idealización segura del criminal de alta escuela, refinado, elitista y cien por ciento eficaz.
A lo largo de los años que lleva dentro de las pesadillas del mundo, el doctor Lecter ha sabido ganarse la confianza del temor y ha propuesto una reivindicación del asesinato como una bella arte, gracias al implacable encanto de su historia y a la caracterización hecha del personaje por el actor británico (¿había más?) Anthony Hopkins.
Ubicado en uno de los puestos cumbres de popularidad en la cinematografía y la literatura, Hannibal resume el miedo y el tabú atávicos que tiene la antropofagia para la civilización y el hombre promedio. En esa zona de alto riesgo, Thomas Harris supo introducir una variable de fascinación morbosa. Tomando a Ed Gein y otras referencias de excesos “alimenticios” cometidos por asesino seriales de alto octanaje, y llevándolos a los usos y costumbres de un aristócrata en el concepto menos peyorativo, digamos un señorón de alcurnia al estilo del profundo sur estadounidense, Harris amarra un personaje sin pérdida, sin errores y listo para atraer a las masas indispensables.
En la primera entrega “El dragón rojo”, Lecter es un invitado aparte y es mencionado poco en el desarrollo de la trama y las palmas se las lleva un admirador de William Blake, dado a ponerle brutalidad a crímenes que desembocan en la muerte del propio monstruo. En esas páginas pioneras se ponen datos pequeños que dan cuenta de la trayectoria delictiva del “caníbal” y de la peligrosidad que encierra ponerse cerca de sus mandíbulas. En sí y en honesta apreciación, el libro y las dos adaptaciones al cine cumplieron los estándares promedio y en conjunto explican algunas duda en torno al hombre.
“El silencio de los inocentes” es punto y aparte. Pensado en virtud de darle al doctor Lecter un protagonismo necesario, Thomas Harris recurre al cuento de “La Bella y la Bestia”, sazonándolo con la cacería policíaca de “Búfalo Bill”, un peculiar modisto en “carne viva” que decide inaugurar una pasarela fatídica a costa de mujeres corpulentas cuya epidermis cubra sus obsesiones travestís a ritmo de “Goodbye horses”.
La relación bivalente amor-odio de la agente del FBI, Clarice Starling, y el ya reconocido doctor Hanibbal Lecter va puliendo un atractivo adicional a la familiar persecución del malo que a duras penas (y una escena memorable en el film) cubre la cuota de permanencia en el recuerdo del público. El núcleo del éxito es la condición extremadamente humana de una mujer inteligente, empapada de deber, que sucumbe a la seducción del contrario: el hombre de mundo, el profesional de la muerte y quien le demostrará que la conoce más allá que cualquiera.
La dramatización que hizo Hollywood fue excelsa, precisamente por saber elegir a un elenco y un equipo de producción que le dotó a la película del magnetismo indispensable para convertirla en un clásico moderno inigualable. Las actuaciones de Jodie Foster y Anthony Hopkins elevaron a marcas insospechadas el alcance de un producto que se pensó nada excepcional. El reconocimiento de la Academia en los premios Oscar puso la cereza en el pastel y estableció la alcurnia del largometraje.
“Hannibal” es la continuación extravagante de los vínculos torcidos Starling-Lecter, capoteando la venganza gore de un guiñapo humano y llevados a un clímax de difícil solución por lo que el libro y el cine se divorcian y cada quien termina la fábula a conveniencia y riesgo. La literal tentación de la carne debilita el carácter de Clarice y ablanda la perseverancia del doctor tirando las ensoñaciones de multitudes frustradas por la decisión de la Foster a no participar en la secuela del filme.
Escarbando la mina de oro, Harris regresa a la matriz y redacta, con miras al paquete completo novela y película, “Hannibal, el origen del mal” (Plaza y Janés), un guión novelado de regular manufactura destinado a aclarar las sombras de la infancia de Lecter y el principio de su singular dieta. Sin demasiado esfuerzo, la trama queda lejos del gancho publicitario y la ovación del respetable. Rápida, envolvente a priori pero débil y oscilante, “El origen del mal” queda minimizada a pretexto corporativo de embolsarse unos cuantos millones de dólares atacando la bondad de los admiradores que no se perderán la presentación cinematográfica y el formato especial en DVD. Total, metidos en gastos ni se siente.
Uniendo los títulos expuestos, la odisea negra de Hannibal Lecter o Aníbal El Caníbal, es una suerte de emblema generacional que dice mucho de las miedos y las obsesiones obscuras de una sociedad que, en 2008, se ve cándida.
El doctor Lecter fue el último de los grandes monstruos del siglo XX, de esos que habitaban la fantasía y tocaban las fibras sensibles del corazón...como el conde Drácula y la locura de Bela Lugosi; Frankestein y la inadaptabilidad de Boris Karloff, la psicosis del blandengue Norman Bates o los gestos berrinchudos de la poseída Regan.
Hannibal Lecter es la monstruosidad en el formato que nos gusta, que debería existir, que castiga el mal gusto y la grosería, que se entrega al amor, que se escapa de los malos, malos y que nos guiña, haciéndonos cómplices en la región virgen de la mente porque, si somos sinceros, el asesino siempre es un espejo de nosotros.
Cuatro novelas y cinco películas son, hasta ahora, la síntesis informativa que tenemos sobre el ficticio asesino serial consentido del imaginario popular universal de este nuevo siglo.
Hijo de la mente ¿enferma? del escritor norteamericano Thomas Harris, autor de “Domingo negro” y otras narraciones secundarias, Hannibal Lecter es el icono exacto entre las temibles criaturas de la realidad y la idealización segura del criminal de alta escuela, refinado, elitista y cien por ciento eficaz.
A lo largo de los años que lleva dentro de las pesadillas del mundo, el doctor Lecter ha sabido ganarse la confianza del temor y ha propuesto una reivindicación del asesinato como una bella arte, gracias al implacable encanto de su historia y a la caracterización hecha del personaje por el actor británico (¿había más?) Anthony Hopkins.
Ubicado en uno de los puestos cumbres de popularidad en la cinematografía y la literatura, Hannibal resume el miedo y el tabú atávicos que tiene la antropofagia para la civilización y el hombre promedio. En esa zona de alto riesgo, Thomas Harris supo introducir una variable de fascinación morbosa. Tomando a Ed Gein y otras referencias de excesos “alimenticios” cometidos por asesino seriales de alto octanaje, y llevándolos a los usos y costumbres de un aristócrata en el concepto menos peyorativo, digamos un señorón de alcurnia al estilo del profundo sur estadounidense, Harris amarra un personaje sin pérdida, sin errores y listo para atraer a las masas indispensables.
En la primera entrega “El dragón rojo”, Lecter es un invitado aparte y es mencionado poco en el desarrollo de la trama y las palmas se las lleva un admirador de William Blake, dado a ponerle brutalidad a crímenes que desembocan en la muerte del propio monstruo. En esas páginas pioneras se ponen datos pequeños que dan cuenta de la trayectoria delictiva del “caníbal” y de la peligrosidad que encierra ponerse cerca de sus mandíbulas. En sí y en honesta apreciación, el libro y las dos adaptaciones al cine cumplieron los estándares promedio y en conjunto explican algunas duda en torno al hombre.
“El silencio de los inocentes” es punto y aparte. Pensado en virtud de darle al doctor Lecter un protagonismo necesario, Thomas Harris recurre al cuento de “La Bella y la Bestia”, sazonándolo con la cacería policíaca de “Búfalo Bill”, un peculiar modisto en “carne viva” que decide inaugurar una pasarela fatídica a costa de mujeres corpulentas cuya epidermis cubra sus obsesiones travestís a ritmo de “Goodbye horses”.
La relación bivalente amor-odio de la agente del FBI, Clarice Starling, y el ya reconocido doctor Hanibbal Lecter va puliendo un atractivo adicional a la familiar persecución del malo que a duras penas (y una escena memorable en el film) cubre la cuota de permanencia en el recuerdo del público. El núcleo del éxito es la condición extremadamente humana de una mujer inteligente, empapada de deber, que sucumbe a la seducción del contrario: el hombre de mundo, el profesional de la muerte y quien le demostrará que la conoce más allá que cualquiera.
La dramatización que hizo Hollywood fue excelsa, precisamente por saber elegir a un elenco y un equipo de producción que le dotó a la película del magnetismo indispensable para convertirla en un clásico moderno inigualable. Las actuaciones de Jodie Foster y Anthony Hopkins elevaron a marcas insospechadas el alcance de un producto que se pensó nada excepcional. El reconocimiento de la Academia en los premios Oscar puso la cereza en el pastel y estableció la alcurnia del largometraje.
“Hannibal” es la continuación extravagante de los vínculos torcidos Starling-Lecter, capoteando la venganza gore de un guiñapo humano y llevados a un clímax de difícil solución por lo que el libro y el cine se divorcian y cada quien termina la fábula a conveniencia y riesgo. La literal tentación de la carne debilita el carácter de Clarice y ablanda la perseverancia del doctor tirando las ensoñaciones de multitudes frustradas por la decisión de la Foster a no participar en la secuela del filme.
Escarbando la mina de oro, Harris regresa a la matriz y redacta, con miras al paquete completo novela y película, “Hannibal, el origen del mal” (Plaza y Janés), un guión novelado de regular manufactura destinado a aclarar las sombras de la infancia de Lecter y el principio de su singular dieta. Sin demasiado esfuerzo, la trama queda lejos del gancho publicitario y la ovación del respetable. Rápida, envolvente a priori pero débil y oscilante, “El origen del mal” queda minimizada a pretexto corporativo de embolsarse unos cuantos millones de dólares atacando la bondad de los admiradores que no se perderán la presentación cinematográfica y el formato especial en DVD. Total, metidos en gastos ni se siente.
Uniendo los títulos expuestos, la odisea negra de Hannibal Lecter o Aníbal El Caníbal, es una suerte de emblema generacional que dice mucho de las miedos y las obsesiones obscuras de una sociedad que, en 2008, se ve cándida.
El doctor Lecter fue el último de los grandes monstruos del siglo XX, de esos que habitaban la fantasía y tocaban las fibras sensibles del corazón...como el conde Drácula y la locura de Bela Lugosi; Frankestein y la inadaptabilidad de Boris Karloff, la psicosis del blandengue Norman Bates o los gestos berrinchudos de la poseída Regan.
Hannibal Lecter es la monstruosidad en el formato que nos gusta, que debería existir, que castiga el mal gusto y la grosería, que se entrega al amor, que se escapa de los malos, malos y que nos guiña, haciéndonos cómplices en la región virgen de la mente porque, si somos sinceros, el asesino siempre es un espejo de nosotros.
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