POR: Marcia Trejo
Si el ciberespacio no está en ningún lado tangible, es probable que por él puedan transitar aquellos que se nos adelantaron a ese paseo infinito que es la muerte y –si tenemos suerte- se enteren de lo que pasa por estos lares leyendo los bytes vestidos de palabras. Por si acaso, por si escuchan o porque sí, el caso es que quisiera dar las gracias póstumas por algunas valiosas lecciones que recibí, las cuales si no fueron debidamente aprendidas no fue por las limitaciones de mis maestros, sino por la insuficiente comprensión de la alumna.
Me gustaría agradecer a Enrique padre por haberme inculcado el espíritu de lucha y la convicción de que –por más difíciles que sean las circunstancias- pueden ser enfrentadas, que lo adverso no es eterno y que hay que ser humildes y saber pedir ayuda cuando se requiere; también por enseñarme el infinito y divertido placer del análisis. Le agradezco los abrazos, las carcajadas, las pláticas nocturnas con helado y música.
A Enrique le doy las gracias por haber compartido 28 años , por su fe amalgamada de incredulidad, por la sensibilidad con toques de cursilería, por el don de curar, por su intensidad, por su inteligencia y su ternura.
A la tía María Esther por enseñar –a través del ejemplo- que la dignidad es capaz de sostener a las personas durante años. A Ana por su enorme generosidad y cumplir con aquello para lo que fue diseñada: amar a raudales. A la tía Alicia que por no ser madre de uno, se convirtió en la mamá ideal de todos los sobrinos.
A Tata, Soraya y Scott por demostrarme que el amor del bueno normalmente viene empaquetado en criaturas cuadrúpedas, peludas y de nariz fría.
Por todo eso y más, gracias y también por convertir la muerte –cuando llegue- en una circunstancia gozosa por la certeza que estarán ahí para continuar nuestras pláticas interrumpidas. Un abrazo con todo mi amor y hasta siempre.
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