POR: Adaní Vázquez
¿Con qué sueñan los ciegos? Lo más fácil sería decir “Con ver, un ciego sueña con ver”, tiene toda la lógica, sin embargo, es en lo que menos pienso ahora.
Cuando era niño mi padre me solía leer historias de vaqueros antes de dormir. Describía a detalle toda la escena, el Viejo Oeste, los personajes, el caballo del sheriff. “Hace calor, y se siente terroso, y las personas huelen a lo que huele la carne cuando se echa a perder”.
Mi padre se esforzó toda su vida, hasta aquel día que murió de repente, por mostrarme cómo eran las cosas, “Jorgito ven toca esto, ven huele esto otro”. En las tardes de lluvia me subía a una silla para alcanzar el ventanal de la sala y me hacía pegar la oreja. “Escucha, Jorgito, esto es lluvia”. Es algo que sigo haciendo, cuando me agarra la lluvia esté donde esté, busco una ventana para pegar la oreja y escuchar a mi papá.
Si mi padre me viera ahora, vagabundeando por las calles, vendiendo mis poemas por cualquier moneda, medio borracho. Sin más techo que la silla donde me paraba para alcanzar la ventana, sin más oficio que la máquina de escribir que me regaló cuando cumplí los 10 años, oliendo a lo que olían las personas del Viejo Oeste.
“Serás un novelista. Jorgito, serás un novelista” me gritaba mi papá emocionado cuando yo me aprendía un poema de memoria o cuando me inventaba el final de los cuentos que él me leía.
Llegó el día en el que ya no era mi padre quien contaba las historias, era yo. Todas las noches antes de dormir. “A ver, Jorgito, cuéntame, ¿con qué quieres soñar hoy?” y mi papá transcribía cada palabra mía como si en cada una estuviera contenida la verdad del universo.
Un día, 18 de enero para ser exactos, mi papá llegó a la casa con un paquete, lleno de sellos postales y amarrado bien fuerte con cordón. “¡Jorgito, ven! Toca, viene directo de Alemania, hecha especialmente para ti” y lo era. Una máquina de escribir, diseñada especialmente para ciegos. Podía diferenciar cada tecla según el número de bolitas que sintiera.
Se nos fue el tiempo en escribir frases, en apretar teclas al azar, sólo para escuchar el ruido que hacían al pegar con el papel. Recuerdo haberme acercado a la máquina para diferenciar el sonido entre la r y la f. Entonces comprendí exactamente de lo que se trataba la música.
Era el último miércoles del mes, miércoles de tinta. Tanto conocía a mi máquina que sabía que cada fin de mes, justo en miércoles, la tinta estaba por acabarse.
“Buenos días joven Jorge, aquí tiene su par de cajas, negra y roja como siempre”, “Me das 10 son 4.50 de cambio”. Ese don Lupe, creía que por ciego no me daba cuenta de que me daba mal el cambio; siempre me hice el loco, seguro esos dos pesos él los necesitaba más que yo. “Píquele joven que está a punto de caer un aguacero”, ya lo sabía, el olor a lluvia me venía siguiendo desde la casa. Me acerqué a la vitrina de don Lupe para escuchar las primeras gotas, esas gotas sonaron como B, F, G, B.
En ese instante, el profundo ambiente a lluvia dejó pasar una estela fina, un olor que se incrustaba en mi alma como hilo a la aguja. Mandarina, menta, agua de lima, fue la primera vez en toda mi estúpida vida que deseé tanto abrir los ojos y ver.
Esa estela, ese hilo me robó la tranquilidad, me llené de una angustia dolorosa, que sigo sintiendo, que no me ha dejado; ni en toda la tinta del mundo Úrsula se podría desvanecer. Úrsula, mi primer poema se llamó así, Úrsula, hija de Doña Julia la dueña de la verdulería, nuestra vecina.
Muchacha de cascos ligeros, decía mi padre, “Esa mujer no te conviene, nada que te aleje de tu escritura”, ¡qué sabía mi padre de Úrsula!, del calor que me provocaba su olor, de ese hilo incrustado en mis entrañas que no me dejaba en paz.
A escondidas le escribía historias, de todo tipo, tristes, alegres, fantasiosas y cada vez que iba a comprar algo de fruta o verdura, le dejaba un sobre lleno de cuentos debajo de la báscula. Así fue, hasta que una tarde de mayo, mientras ponía el sobre debajo de la báscula, Úrsula me tomó la mano. Pensó que diría algo, y pronto me puso su dedo en la boca “Shhhh…”. Jamás le hubiera dicho palabra alguna, mi única intención era la de respirar, todo el aire, toda la vida se me había escapado, cuando su aliento se embarró despacio en mi oreja suplicándome que callara. Silenciosa me dirigió a la trastienda; y ahí en medio de guacales llenos de fruta, verdura y especias me sentó en una silla y me empezó a besar. Manzana, fresa, plátano, cereza, alcachofa, aguacates, menta, tomillo, flor de calabaza, cada olor se revelaba en una parte de su cuerpo. Le acaricié todo, le besé todo, no hubo parte de ella que no probara, que no sintiera, toda ella, Úrsula, esa tarde de mayo fue mía; entonces dejé de tener calor, dejé de tener sed.
Nos despedimos como aquellos que se encuentran en la calle y sólo alzan la mirada para saludar. No me importaba, me sentía hombre, me sentía lleno, no necesitaba ver, no necesitaba cosa alguna, sólo a Úrsula. Comenzó a llover.
Desde ese día, a cualquier persona que pase con una bolsa de fruta o con su carrito del mandado repleto de cosas la sigo a distancia, sólo oliendo y entonces es como volverme a sentir entre sus piernas.
Me quiero morir. La lluvia que caía aquel día era como la de hoy, así, de repente comenzó a caer, más y más, cada vez más fuerte, el cielo se caía. Abrí la puerta del departamento, temblando, no por frío sino de emoción. “¡Papá!, ya llegué”, “Jorge, estoy en la sala”, mi papá en su vida me había dicho Jorge, salvo alguna ocasión donde lo ameritara, esa, sin duda, era una de ellas.
La casa tenía un extraño olor a fritanga, a salsa de tomate combinada con tepache. “Jorge, este señor es don Jesús, dueño de la verdulería” “¡Ah, pero si este es el pendejo que se aprovechó de mi hija. Mira nomás, si no sólo es pendejo, sino ciego también!” Y me agarró con sus manos pesadas y ásperas, apretándome el cuello, gritándome no sé cuánta cosa. “¡Déjelo!, es mi hijo y yo responderé por él si es que sus injurias son ciertas”. Mi papá me tomó del brazo, se acercó a mí y me dijo muy bajito en el oído: “Dime la verdad, ¿te cogiste a la vieja esa?”. El tiempo se paró, y de pronto me volví una gota más que se reventaba en la ventana. “No papá, yo no fui, jamás tocaría a esa muchacha” y la mitad de mi alma explotó en pedazos como cuando a un camión se le ponchan las llantas traseras.
Escuché la sonrisa de mi padre, yo lo era todo para él. “El muchacho dice que no la tocó, y si él dice que no, es no, ¡así que váyase de mi casa!”. “¡Pues no vine aquí a lo menso, me vale madres quién hizo qué. Alguien se tiró a la escuincla y ahora me la pagan!”.
Perdí el control de los espacios, de las cosas, fue la primera vez que me sentí abandonado. Seguí el forcejeo hasta la ventana, desperado daba de puñetazos al aire “¡Suelta a mi papá, hijo de puta!”.
Dos latigazos golpearon el aire, la ventana explotó en vidrios rotos que cayeron por todas partes, fueron cinco segundos, cinco. “Y a ti no te hago nada porque ya bastante castigo tienes con ser ciego y pendejo”.
Así murió mi padre, de repente, como Úrsula, como yo. Comienza a llover.
Cuando era niño mi padre me solía leer historias de vaqueros antes de dormir. Describía a detalle toda la escena, el Viejo Oeste, los personajes, el caballo del sheriff. “Hace calor, y se siente terroso, y las personas huelen a lo que huele la carne cuando se echa a perder”.
Mi padre se esforzó toda su vida, hasta aquel día que murió de repente, por mostrarme cómo eran las cosas, “Jorgito ven toca esto, ven huele esto otro”. En las tardes de lluvia me subía a una silla para alcanzar el ventanal de la sala y me hacía pegar la oreja. “Escucha, Jorgito, esto es lluvia”. Es algo que sigo haciendo, cuando me agarra la lluvia esté donde esté, busco una ventana para pegar la oreja y escuchar a mi papá.
Si mi padre me viera ahora, vagabundeando por las calles, vendiendo mis poemas por cualquier moneda, medio borracho. Sin más techo que la silla donde me paraba para alcanzar la ventana, sin más oficio que la máquina de escribir que me regaló cuando cumplí los 10 años, oliendo a lo que olían las personas del Viejo Oeste.
“Serás un novelista. Jorgito, serás un novelista” me gritaba mi papá emocionado cuando yo me aprendía un poema de memoria o cuando me inventaba el final de los cuentos que él me leía.
Llegó el día en el que ya no era mi padre quien contaba las historias, era yo. Todas las noches antes de dormir. “A ver, Jorgito, cuéntame, ¿con qué quieres soñar hoy?” y mi papá transcribía cada palabra mía como si en cada una estuviera contenida la verdad del universo.
Un día, 18 de enero para ser exactos, mi papá llegó a la casa con un paquete, lleno de sellos postales y amarrado bien fuerte con cordón. “¡Jorgito, ven! Toca, viene directo de Alemania, hecha especialmente para ti” y lo era. Una máquina de escribir, diseñada especialmente para ciegos. Podía diferenciar cada tecla según el número de bolitas que sintiera.
Se nos fue el tiempo en escribir frases, en apretar teclas al azar, sólo para escuchar el ruido que hacían al pegar con el papel. Recuerdo haberme acercado a la máquina para diferenciar el sonido entre la r y la f. Entonces comprendí exactamente de lo que se trataba la música.
Era el último miércoles del mes, miércoles de tinta. Tanto conocía a mi máquina que sabía que cada fin de mes, justo en miércoles, la tinta estaba por acabarse.
“Buenos días joven Jorge, aquí tiene su par de cajas, negra y roja como siempre”, “Me das 10 son 4.50 de cambio”. Ese don Lupe, creía que por ciego no me daba cuenta de que me daba mal el cambio; siempre me hice el loco, seguro esos dos pesos él los necesitaba más que yo. “Píquele joven que está a punto de caer un aguacero”, ya lo sabía, el olor a lluvia me venía siguiendo desde la casa. Me acerqué a la vitrina de don Lupe para escuchar las primeras gotas, esas gotas sonaron como B, F, G, B.
En ese instante, el profundo ambiente a lluvia dejó pasar una estela fina, un olor que se incrustaba en mi alma como hilo a la aguja. Mandarina, menta, agua de lima, fue la primera vez en toda mi estúpida vida que deseé tanto abrir los ojos y ver.
Esa estela, ese hilo me robó la tranquilidad, me llené de una angustia dolorosa, que sigo sintiendo, que no me ha dejado; ni en toda la tinta del mundo Úrsula se podría desvanecer. Úrsula, mi primer poema se llamó así, Úrsula, hija de Doña Julia la dueña de la verdulería, nuestra vecina.
Muchacha de cascos ligeros, decía mi padre, “Esa mujer no te conviene, nada que te aleje de tu escritura”, ¡qué sabía mi padre de Úrsula!, del calor que me provocaba su olor, de ese hilo incrustado en mis entrañas que no me dejaba en paz.
A escondidas le escribía historias, de todo tipo, tristes, alegres, fantasiosas y cada vez que iba a comprar algo de fruta o verdura, le dejaba un sobre lleno de cuentos debajo de la báscula. Así fue, hasta que una tarde de mayo, mientras ponía el sobre debajo de la báscula, Úrsula me tomó la mano. Pensó que diría algo, y pronto me puso su dedo en la boca “Shhhh…”. Jamás le hubiera dicho palabra alguna, mi única intención era la de respirar, todo el aire, toda la vida se me había escapado, cuando su aliento se embarró despacio en mi oreja suplicándome que callara. Silenciosa me dirigió a la trastienda; y ahí en medio de guacales llenos de fruta, verdura y especias me sentó en una silla y me empezó a besar. Manzana, fresa, plátano, cereza, alcachofa, aguacates, menta, tomillo, flor de calabaza, cada olor se revelaba en una parte de su cuerpo. Le acaricié todo, le besé todo, no hubo parte de ella que no probara, que no sintiera, toda ella, Úrsula, esa tarde de mayo fue mía; entonces dejé de tener calor, dejé de tener sed.
Nos despedimos como aquellos que se encuentran en la calle y sólo alzan la mirada para saludar. No me importaba, me sentía hombre, me sentía lleno, no necesitaba ver, no necesitaba cosa alguna, sólo a Úrsula. Comenzó a llover.
Desde ese día, a cualquier persona que pase con una bolsa de fruta o con su carrito del mandado repleto de cosas la sigo a distancia, sólo oliendo y entonces es como volverme a sentir entre sus piernas.
Me quiero morir. La lluvia que caía aquel día era como la de hoy, así, de repente comenzó a caer, más y más, cada vez más fuerte, el cielo se caía. Abrí la puerta del departamento, temblando, no por frío sino de emoción. “¡Papá!, ya llegué”, “Jorge, estoy en la sala”, mi papá en su vida me había dicho Jorge, salvo alguna ocasión donde lo ameritara, esa, sin duda, era una de ellas.
La casa tenía un extraño olor a fritanga, a salsa de tomate combinada con tepache. “Jorge, este señor es don Jesús, dueño de la verdulería” “¡Ah, pero si este es el pendejo que se aprovechó de mi hija. Mira nomás, si no sólo es pendejo, sino ciego también!” Y me agarró con sus manos pesadas y ásperas, apretándome el cuello, gritándome no sé cuánta cosa. “¡Déjelo!, es mi hijo y yo responderé por él si es que sus injurias son ciertas”. Mi papá me tomó del brazo, se acercó a mí y me dijo muy bajito en el oído: “Dime la verdad, ¿te cogiste a la vieja esa?”. El tiempo se paró, y de pronto me volví una gota más que se reventaba en la ventana. “No papá, yo no fui, jamás tocaría a esa muchacha” y la mitad de mi alma explotó en pedazos como cuando a un camión se le ponchan las llantas traseras.
Escuché la sonrisa de mi padre, yo lo era todo para él. “El muchacho dice que no la tocó, y si él dice que no, es no, ¡así que váyase de mi casa!”. “¡Pues no vine aquí a lo menso, me vale madres quién hizo qué. Alguien se tiró a la escuincla y ahora me la pagan!”.
Perdí el control de los espacios, de las cosas, fue la primera vez que me sentí abandonado. Seguí el forcejeo hasta la ventana, desperado daba de puñetazos al aire “¡Suelta a mi papá, hijo de puta!”.
Dos latigazos golpearon el aire, la ventana explotó en vidrios rotos que cayeron por todas partes, fueron cinco segundos, cinco. “Y a ti no te hago nada porque ya bastante castigo tienes con ser ciego y pendejo”.
Así murió mi padre, de repente, como Úrsula, como yo. Comienza a llover.
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