POR: Raúl Gómez Miguel
Había una vez, hace muchos años, un par de jóvenes amigos que compartían la deliciosa pobreza de saberse dueños del mundo, y no contar con un centavo en la bolsa. Este dúo dinámico se había integrado por los malos oficios de un tercer individuo, que terminó siendo una caricatura de lo que entonces predicaba. Pero esa es una tristeza que quizás cuente en otro momento.
Decía que los amigos compartían intereses juveniles como hacer la revolución de trapo, exigir el amor incondicional y reventar las estructuras de la obscenidad moral. Por ello recurrían a los libros, la música y el silencio; el majestuoso silencio que antecede a las grandes batallas biográficas: la primera amada o la primera depresión sin consecuencias.
Y sucedió que llegó al Reino, un mimo, sí, uno de esos habitantes del escenario mundial que hacían de los gestos la única posibilidad de comunicarse con el público. Marcel Marceau decía llamarse, aunque como se verá su nombre real era Bip. ¿Bip?. ¡Bip¡
Intrigados por el revuelo que arma la visita de Marceau, los amigos hicieron tripas corazón y movieron mar y tierra a modo de conseguir entrar al Teatro Real, donde cientos de habitantes esperaban la actuación del famoso. La decisión no dio mucho y este par acabó trepado en la última fila del coloso junto a las palomas y la última telaraña. Cual pericos asomaban las cabezas del barandal, jugando con el vértigo que les producía la altura.
Y fue subido el telón. En el centro del foro no encontraron a Marceau, en su lugar estaba un tipo flaquito, vestido con un trajecito mezcla de marinero y bailarín, zapatos de danza, un sombrero de copa con una flor en punta y el rostro pintado de blanco con detalles de color. Gesticulando y aprovechando la sorpresa, hizo saber que se llamaba Bip y que era una especie de ciudadano del mundo, dispuesto a contarle a quien entendiera, claro está, las mil y una aventuras vividas en otros reinos, en otros tiempos.
Intrigados, los amigos aceptaron exprimir la inteligencia y el raro sentido común a fin de enterarse de los chismes y constatar la sinceridad de Bip. Poco a poco, el personaje fue adueñándose de la audiencia y crean que en un instante fue posible el silencio producido por una multitud embobada. Bip dramatizaba aspectos de la existencia diaria: la inocencia, el respeto, la pasión, el valor y la triste guerra. Sin decir una palabra, Bip se fue metiendo entre la carne y el alma de los presentes. A través de él, hombres y mujeres abrían las puertas de la sensibilidad y empezaban a verse de otra forma. Ahí se centraba la magia. Ahí Bip era colosal.
El espectáculo seguía y nuestros amigos no perdían detalle; estaban como mensos recibiendo las instrucciones existenciales de Bip. Sus corazones, y juro que la cursilería no se les daba, subían y bajaban hasta el punto que se hubieran podido desmayar imitando a las señoras gordas que van a la Opera.
En Bip veían plasmados los ideales que eran suyos, sentían la comunión de los cruzados y pactaban el juramento de los caballeros andantes. A punta de fe e ilusión, los dos irían por los caminos repartiendo lo mejor de sus dones y sus capacidades. Alcanzarían el Grial y regresarían a despertar el reino. Ni hechiceros, monstruos o quimeras detendrían el paso de la luz. La juventud era infinita.
No vieron a Marcel Marceau. Ni falta hacía. Bip los acompañaría siempre.
Los años se fueron y el Reino no fue mejor. Los amigos siguieron juntos por algunas temporadas y el proceso de la madurez los fue haciendo distantes. Uno de ellos, el del don de la medicina, mantuvo el estandarte en alto y, de no ser porque en una tarde la vida se le escapó, hubiera llegado a ser principal de la Corte. Quienes lo conocieron y recuerdan saben que sólo escribo la verdad.
El otro se metió en problemas y fue convirtiéndose en un cínico de lo peor; un apache de la razón y un forajido de la enseñanza.
¿Y Bip? Siguió recorriendo el mundo, ofreciendo consuelo a los idealistas y ternura a los que creen en ángeles y cosas buenas, a pesar de la indiferencia generacional de los adolescentes actuales y los patronos del horror universal.
La historia se hubiera perdido de no ser por una noticia difundida en los medios electrónicos del planeta: el mimo francés Marcel Marceau murió a los 84 años.
El amigo superviviente, me cuentan, dobló el periódico y sonrió. Pensó que la muerte de Marceau, dejaba a Bip en libertad para darse una vuelta por el cielo y, con un poco de suerte y el aval de Dios, comenzar sus presentaciones eternas a las que su eterno joven compañero asistiría, apartándole un lugar; ese, el de la palomera de la eternidad.
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