POR: Raúl Gómez Miguel
El atardecer caía y en el patiecito de azotea donde vivíamos mi madre, mi abuela Casimira y yo, se prendía el anafre para calentar el café de olla y aguardar a que las sombras de la noche indicarán que otro día terminaba.
Mientras el café hervía, mi abuela Casimira me levantaba del piso, me sentaba en sus piernas y pegado a su regazo se ponía a recordar, a contarme esas historias que sólo las abuelas de mi tiempo podían transmitir.
Por mi abuela aprendí que el origen de la familia estaba en un pueblito de Oaxaca, que tuvo muchos hijos y que ninguno sobrevivió para verla de vieja, que Escandón y colonias aledañas en tiempos de don Plutarco Elías Calles eran puro llano, que el río de la Piedad pasaba donde se construyó el Viaducto y anécdotas de épocas que sólo he podido recuperar en los libros de memorias e historia que hallo en los puestos de viejo.
Mi abuela vivió la Revolución de 1910 desde niña y no paró hasta que un día se le metió la idea loca de dejar el pueblo y venir a la capital. Por eso, al igual que muchos mexicanos de mi edad o mayores, la Revolución no es asunto de patriotismo rascuache o perorata de política bien avenido. Para nosotros, la Revolución es una historia de familia.
Con su voz de mujer fumadora, “Casinos” para ser exactos, me narraba cómo al toque de las campanas de la única iglesia de Magdalena Yodocono todas los habitantes, especialmente las mujeres, corrían para los montes a esconderse antes que llegaran las gavillas de revolucionarios a cargar con lo que fuera al grito de viva el jefazo que estuvieran siguiendo.
Por sus labios supe de los hombres colgados de los árboles a las orillas de los caminos importantes o las veredas insignificantes; cómo se balanceaban y se descomponían a la intemperie sin que alguien los bajara para enterrarlos. Eran tiempos bárbaros dónde la bola reventaba décadas de opresión y aplicaba la ley de Talión porque el sufrimiento es algo que no se olvida.
Y yo preguntaba, pero la abuela regresaba a esos años cuando hubo hambre, cuando la vida efectivamente no valía nada y los mexicanos sobrevivían a la buena de Dios. Me describía la angustia de las madres por las hijas que secuestraban los levantados para abusar y hacerlas mujeres, y por los hijos levantados como carne de cañón. De las haciendas que desaparecieron. De los tesoros ocultos por los ricos que tocando la muerte se negaban a perder el oro y la plata. De los pueblos fantasmas. De todo aquello que nadie puede inventar si no la ha vivido.
El propósito de los relatos de mi abuela era que no perdiera mi raíz, mi historia. No importaba que mi madre protestará porque el niño se podía espantar. Mi abuela era el llamado de la tierra, de “nostra” tierra.
Para fortuna de mi abuela y mala suerte mía no vivió el proceso de desvalorización masiva que ha sufrido la Revolución Mexicana ni tampoco como las bases ensangrentadas de la Constitución de 1917 y el modelo de Estado emanado de ella ha caído en manos de demagogos, unos hasta descendientes directos de traidores de la Patria que no tienen empacho en alistarse a las bendiciones de la conmemoración, y otros que siguen repitiendo la estupidez de creerse depositarios exclusivos del “evento”. A todos que se los cargue la fregada.
La Revolución Mexicana es parte de nuestro pasado anónimo porque cada ser humano que la vivió y superó sus excesos supo que había participado en un cambio total de las cosas y así nos lo transmitieron.
Por ende, cuando pienso en la Revolución y en México, no los de los políticos, pienso en una chamaquita corriendo de un mundo que caía sobre ella y en una viejecita que se quedaba dormida conmigo en sus brazos ganándole batallas al olvido.
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