LA GUERRA DE VIETNAM DIA A DIA
LEO DAUGHERTY
EDITORIAL DIANA
Para los hombres y las mujeres del mundo entre cuarenta y sesenta años, el conflicto bélico de Vietnam es un fantasma familiar del que nunca se han desprendido del todo.
Si la Segunda Guerra Mundial y la conflagración de Corea impusieron un espíritu maniqueo a la historia universal alentando un esquema de luz contra tinieblas, fuera cual fuera la simpatía de bando, el sudeste asiático cayó en la sin razón, en la locura del imperio clásico sobre un pueblo, en apariencia, nacido perdedor.
Vietnam es el inicio de la guerra sin honor, que hoy permite la ocupación militar estadounidense en Afganistán e Irak sin el atisbo contestatario de hace cuatro décadas.
Continuando la experiencia imperialista fallida de Francia, los Estados Unidos compraron una pesadilla política, económica, social y cultural que les borraría, durante los años setenta, del liderazgo planetario.
Millones de dólares en tecnología, recursos humanos y recursos materiales fueron insuficientes en la obtención de la victoria final. El ejército más poderoso de la tierra sucumbió frente a grupos desordenados de nacionalistas convencidos de que aun las cenizas eran un patrimonio que premiaba la muerte.
El despliegue avasallador de hombres y armamento supuso, al principio de la contienda, que la intervención norteamericana en Vietnam duraría meses.
El desconocimiento de la geografía, la enorme distancia del abastecimiento y la minimización del movimiento de liberación nacional, además de las turbias maniobras de China y la Unión Soviética, a través de las fronteras, cercaron al ejercito “green go” en un dudoso juego de ofensiva.
Esta difícil situación empeoró con el llamamiento a filas de la población civil norteamericana que, inundada de noticias e imágenes desoladoras en todos los medios de información a su alcance, terminó en un divorcio declarado a la autoridad correspondiente.
Nada valieron los recuerdos de las gestas heroicas del pasado inmediato, millones de jóvenes advirtieron que detrás la pompa y circunstancia, esa guerra no les competía. El militarismo propagado sólo pegó en los habituales, en los extremistas acelerados intoxicados de supremacía blanca y derecha terrorista.
La negativa juvenil terminó por dividir a la nación. Los políticos incapaces de ofrecer salidas negociadas con inteligencia y los generalotes inhabilitados en la construcción de un avance guerrero eficaz mantuvieron encendida la trifulca a pesar de las advertencias internas.
La opinión pública internacional, por su parte, declaró su simpatía franca a la causa de la libertad vietnamita y aprovechando cualquier oportunidad, repudio en las formas debidas la beligerancia de Norteamérica.
En una lectura estructural, Vietnam marcó la transición crítica del capitalismo unitario de la posguerra al fragmentado de la Guerra Fría.
Los Estados Unidos resintieron un crecimiento medular de la vieja Europa y el derrotado Japón, que moldearon una teoría del capital menos despiadada.
Sin Vietnam es bastante complicado comprender la contracultura sesentera y las decisiones estatales que la propiciaron.
Por vez primera, después del contra ataque multinacional al nazismo, a los ciudadanos del mundo les quedaba perfectamente claro que el Vietcong estaba haciendo lo propio y ese respaldo global, a la larga, produjo la incredulidad necesaria en el cuestionamiento democrático a los Estados Unidos.
Enmarcada en un contexto de renovación y renacimiento intelectual, la idea del policía universal resultaba anacrónica, risible, patética.
En ese mundo de amor y paz, de submarinos amarillos y campos eternos de fresa, la conducta retorcida de los burócratas gubernamentales y los buitres de uniforme merecía la protesta unánime y el grito amedrentador.
Por vez única, los jóvenes tenían mayoría de edad.
Luego arribarían los cuerpos desencajados, los enfermos de combate y los mutilados. Pronto empezaría otra guerra, la de casa, la de la reintegración social, la de Rambo y el Francotirador.
Y los veteranos sufrirían una segunda derrota, la del rechazo, la del olvido. Una nación acostumbrada a ganar nunca les perdonó ensuciar su arrogancia.
Y en el colmo de la paradoja cínica, hoy, los antiguos encolerizados, los líderes estudiantiles, los artistas de la anarquía, sostienen a ese ejército que ayer maldijeron.
LEO DAUGHERTY
EDITORIAL DIANA
Para los hombres y las mujeres del mundo entre cuarenta y sesenta años, el conflicto bélico de Vietnam es un fantasma familiar del que nunca se han desprendido del todo.
Si la Segunda Guerra Mundial y la conflagración de Corea impusieron un espíritu maniqueo a la historia universal alentando un esquema de luz contra tinieblas, fuera cual fuera la simpatía de bando, el sudeste asiático cayó en la sin razón, en la locura del imperio clásico sobre un pueblo, en apariencia, nacido perdedor.
Vietnam es el inicio de la guerra sin honor, que hoy permite la ocupación militar estadounidense en Afganistán e Irak sin el atisbo contestatario de hace cuatro décadas.
Continuando la experiencia imperialista fallida de Francia, los Estados Unidos compraron una pesadilla política, económica, social y cultural que les borraría, durante los años setenta, del liderazgo planetario.
Millones de dólares en tecnología, recursos humanos y recursos materiales fueron insuficientes en la obtención de la victoria final. El ejército más poderoso de la tierra sucumbió frente a grupos desordenados de nacionalistas convencidos de que aun las cenizas eran un patrimonio que premiaba la muerte.
El despliegue avasallador de hombres y armamento supuso, al principio de la contienda, que la intervención norteamericana en Vietnam duraría meses.
El desconocimiento de la geografía, la enorme distancia del abastecimiento y la minimización del movimiento de liberación nacional, además de las turbias maniobras de China y la Unión Soviética, a través de las fronteras, cercaron al ejercito “green go” en un dudoso juego de ofensiva.
Esta difícil situación empeoró con el llamamiento a filas de la población civil norteamericana que, inundada de noticias e imágenes desoladoras en todos los medios de información a su alcance, terminó en un divorcio declarado a la autoridad correspondiente.
Nada valieron los recuerdos de las gestas heroicas del pasado inmediato, millones de jóvenes advirtieron que detrás la pompa y circunstancia, esa guerra no les competía. El militarismo propagado sólo pegó en los habituales, en los extremistas acelerados intoxicados de supremacía blanca y derecha terrorista.
La negativa juvenil terminó por dividir a la nación. Los políticos incapaces de ofrecer salidas negociadas con inteligencia y los generalotes inhabilitados en la construcción de un avance guerrero eficaz mantuvieron encendida la trifulca a pesar de las advertencias internas.
La opinión pública internacional, por su parte, declaró su simpatía franca a la causa de la libertad vietnamita y aprovechando cualquier oportunidad, repudio en las formas debidas la beligerancia de Norteamérica.
En una lectura estructural, Vietnam marcó la transición crítica del capitalismo unitario de la posguerra al fragmentado de la Guerra Fría.
Los Estados Unidos resintieron un crecimiento medular de la vieja Europa y el derrotado Japón, que moldearon una teoría del capital menos despiadada.
Sin Vietnam es bastante complicado comprender la contracultura sesentera y las decisiones estatales que la propiciaron.
Por vez primera, después del contra ataque multinacional al nazismo, a los ciudadanos del mundo les quedaba perfectamente claro que el Vietcong estaba haciendo lo propio y ese respaldo global, a la larga, produjo la incredulidad necesaria en el cuestionamiento democrático a los Estados Unidos.
Enmarcada en un contexto de renovación y renacimiento intelectual, la idea del policía universal resultaba anacrónica, risible, patética.
En ese mundo de amor y paz, de submarinos amarillos y campos eternos de fresa, la conducta retorcida de los burócratas gubernamentales y los buitres de uniforme merecía la protesta unánime y el grito amedrentador.
Por vez única, los jóvenes tenían mayoría de edad.
Luego arribarían los cuerpos desencajados, los enfermos de combate y los mutilados. Pronto empezaría otra guerra, la de casa, la de la reintegración social, la de Rambo y el Francotirador.
Y los veteranos sufrirían una segunda derrota, la del rechazo, la del olvido. Una nación acostumbrada a ganar nunca les perdonó ensuciar su arrogancia.
Y en el colmo de la paradoja cínica, hoy, los antiguos encolerizados, los líderes estudiantiles, los artistas de la anarquía, sostienen a ese ejército que ayer maldijeron.
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