lunes, 31 de mayo de 2010

A TÍTULO PERSONAL: ¡OH, DENNIS!

POR.- RAÚL GÓMEZ MIGUEL

El fallecimiento del actor y director de cine norteamericano Dennis Hopper, de setenta y cuatro años, a causa de complicaciones por cáncer próstata, el sábado pasado, permitió una avalancha de reacciones sinceras de parte de sus contemporáneos, admiradores reales y críticos infatigables, sin embargo, hubo un grueso de apuntes de una panda de idiotas que descubrieron lo “in” que era lamentar la partida de Hopper.

Creador de “Easy Rider”, la obra magna de la cinematografía iracunda universal de los años sesentas del siglo pasado, Dennis Hopper no tuvo reparo para vivir en el límite. Extravagante, lunático, adicto a las drogas fuertes, reincidente matrimonial, rescatado por los pelos y elevado al altar de la decencia, en marzo de 2010, con la inauguración de su Estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, Hopper era un dolor en el culo de la comunidad que ahora vierte lágrimas de cocodrilo.

Hopper puso en celuloide la cultura del ácido lisérgico, la mariguana y demás variantes en una época en que el sueño americano no reconocía el valor de un porro. Esa sinceridad le valió ser el mejor director novel en el Festival de Cannes de 1969. Peleando en el mismo terreno, el brillante pensamiento del actor y realizador facilitó encarar a la Industria, enfatizando que los tiempos habían cambiado y que no se podía ignorar la realidad en que estaba metido el mundo causa de la hipocresía de los adultos rancios.

Hoy, los obvios atraen que Hopper haya trabajado junto a James Dean o con el súper inflado David Lynch. Hoy, los fans instantáneos de pacotilla repiten la filmografía “meritoria” del finado. Pocos reseñan la terrible década de los setentas en que Dennis Hopper pisó el acelerador y estuvo a un tris de clavarlas, extrayendo la locura de “Apocalipsis Now”, de Francis Ford Coppola, donde interpreta una variante real de su vida profesional como un fotógrafo profesional perdido en la demencia de la guerra de Vietnam. En esos días el hombre llegó a tomarse treinta cervezas y tres gramos de cocaína nada más para seguir viviendo. Hasta que el cerebro se le tostó en pleno viaje de peyote en una selva mexicana, donde se le ocurrió perseguir encuerado a un avión en plena marcha. Sería hasta 1983 cuando decidiera meterse en una clínica de rehabilitación y tratar de recuperar una forma decorosa de sobrevivir.

Con estas observaciones es lógico suponer que pocos lo aguantaban, en especial sus esposas, pues se casó cinco veces y, al borde de la tumba disputaba un doloroso proceso de divorcio con Victoria Duffy, tuvo cuatro hijos y un carácter espantoso.

Férreo, como el hijo de granjeros de Kansas que fue, Hopper mantuvo la sobriedad hasta el final, conquistó reverencias y salvo una docena de interpretaciones excepcionales, actuó en una vasta lista de “churros”, de esos que pagan las cuentas, pero no la vergüenza. También es relevante considerar sus aportes al cine documentalista y al rescate de los antihéroes de la cultura estadounidense del siglo XX.

El adiós de este paradigma de los malditos del entretenimiento, no son los cantos de plañideras y el predecible homenaje que harán en la entrega de los Oscares del próximo año, sino descifrar que significó realmente Dennis Hopper como un genuino “heavy metal thunder” del séptimo arte.

Espero que estas líneas hagan pensar a los borregos de los medios antes de verter sus lagrimitas y limpiárselas con una pañuelito de papel biodegradable y reciclable.

Fuck you all, diría Hopper, twice, apunto yo.

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