martes, 24 de febrero de 2009

BIBLIONAUTAS: La poesía de Edgar Allan Poe


POR: Raúl Gómez Miguel


Tradicionalmente Edgar Allan Poe es asociado a la literatura de terror como una especie de gran oráculo que marcó la ruta que relatos posteriores siguieron para elevar el género de los escalofríos a la esfera de la literatura universal.

Sin embargo, pocos o casi nadie, reconocen en el célebre bostoniano, la faceta poética que simultáneamente a la labor prosística desarrolló. En México, por citar ejemplos, lo divulgado se reduce a la clásica composición de “El Cuervo” y de los poemas que apoyan o desencadenan el carácter dramático de sus cuentos, digamos, “La caída de la Casa de Usher” o “Ligeia”. Por ello, es importante evocar el redescubrimiento de la sensibilidad lírica de un bardo no homenajeado, que merece el descenso personal a sus versos.

Las poesías de Poe suman 45, aproximadamente 1,500 estrofas, sin contar textos dispersos que no figuran en los poemarios admitidos ni en las ediciones formales.

Los títulos de estas evocaciones son: “Tierra del sueño”, “La ciudad del mar”, “El valle de la inquietud”, “Solo”, “Estrofas”, “Para Annie”, “El lago”, “Las campanas”, “A María Luisa Shew”, “El palacio encantado”, “Azante”, “El coliseo”, “El romance”, “Un sueño entre un sueño, “El gusano conquistador”, “Silencio”, “Balada nupcial”, “El dorado”, “Canción”, “Israfel”, “Soneto a la ciencia”, “A mi madre”, “Annabel Lee”, “Ulalume”, “A Helena”, “La durmiente”, “Para alguien, en el cielo”, “Leonora”, “Estrofas a Helena”, “El cuervo”, “Stanzas”, “Estrellas del atardecer”, “Sueños”, “Espíritus de la muerte”, “A M”, “Himno católico”, “A f-s S. O-d”, “A F”, “Un sueño”, “A...”, “A el río”, “A M.L.S.”, “Un enigma”, “Un día de los novios”, “Irene”, “Paean”, “El valle Nis”, “Tierra de hadas”, “Politean” y “La ciudad condenada”.

En sus inicios, la poesía que hace el estadounidense está influenciada por los ingleses Byron y Shelley, poetas intensos que aceleran las pulsaciones de los soñadores adolescentes que sienten ser parte de una enorme hazaña vivencial que los hará perecer, si es necesario, en aras de ideales bellos, cuajados de joyas inapreciables para el resto de la humanidad.

Por afinidad temperamental, Allan Poe versifica sin importarle las resonancias inglesas y procura, bordeando la madurez de un estilo, retomar los cabos dejados por sus campeones, manteniendo un estilo personal destacado.

De esta etapa data “Temerlán y otros poemas” (1827), librito impreso rudimentariamente y que recoge sus baladas “románticas” que le ganan cierta fama en el círculo de sus amistades y de sus amores imposibles. Desafortunadamente para la crítica, sus estructuras byroneanas condenan estos trabajos al tapanco de la “edad juvenil” en la que las torpezas y los chispazos se miden paralelamente.

En 1829 se reedita el volumen primario con injertos frescos que auguran la explosión de una sensibilidad sui generis que se realza en “Israfel”, pieza que por ritmo y metáfora fomenta la fe de sus adeptos en el extremismo subjetivo en el que Allan Poe forja sus meditaciones.

Tres años después ve la luz el tomo “Poemas” que con mayor difusión y mejores combinaciones nos introduce a un poeta sólido, vívido y alegórico que usa sus preocupaciones vivenciales y los reveses de la suerte a modo de materia prima para resolver las cuestiones cruciales de su búsqueda de comunicación.

Las nuevas rimas son duras y pletóricas de desaliento. En “La ciudad condenada” leemos: “A la quietud perfecta, bajo el cielo,/ Resígnanse las aguas melancólicas./ Y mézclese la piedra con la bruma,/ Y todo, al parecer, flota en los aires,/ Mientras, de lo alto de la orgullosa torre,/ a la ciudad inclina/ La muerte, gigantesca, la mirada.” Los heroísmos del romanticismo incipiente han mudado a un desencanto mayúsculo; los colores alegres de la inocencia se eclipsan por tenebrosas alucinaciones de fracaso y frustración. La maldición de la genialidad se cierne en el hombre que escuchará a los heraldos de la parca en la plenitud de sus invenciones.

A partir de esta edición, Poe deslumbrará a los lectores con impresos de aterrantes tramas y no menos desquiciantes personajes. Noveleta, cuento y verso serán la santísima trinidad de la pluma de Edgar Allan. Tropiezos, traiciones, escándalos y miseria hostigarán al creador que paradójicamente se alimenta de la desesperanza y la humillación para imaginar peores suplicios a los conocidos entonces. El colapso definitivo no es relevante es grotesco, el artista debe de procurar predecirlo e inducirlo por las vías refinadas del aniquilamiento progresivo, fascinante; una agonía terrible que vea la destrucción con ropajes de una bendición no merecida. En Poe, el progreso y su herencia deshumanizadora cobran una víctima a un alto precio, el precio de la consagración.

Las tribulaciones biográficas de Poe generan el caudal de miedos inciertos que levantarán la cabeza en las fisuras rítmicas de su rúbrica poética. Sus prosas y sus poemas empiezan a igualarse. El tono opresivo y la expansión funesta de los desgarros internos de su personalidad consiguen implantar un doble cerrojo en las aspiraciones de diálogo que urge su ánimo doliente. El literato expulsa las pesadillas que lo acosan. Su frente se perla de sudor y en las madrugadas despierta emitiendo indefensos alaridos que nadie conforta. La pesadumbre y los vicios son los solitarios brazos que cubren la desnudez de un alma gimiente, derrumbada.


Producto de esta destrucción ascendente, “El cuervo”, aparecido en enero de 1845, refleja la inmensidad del martirio interno del autor. “Cierta vez que promediaba/ triste noche, yo evocaba,/ Fatigado, en viejos libros,/ las leyendas de otra edad/ Ya cejaba, dormitando;/ cuando allá, con toque blanco,/ Con un roce incierto, débil,/ a mi puerta oí llamar./ -A mi puerta un visitante/ -murmuré- siento llamar;/ Eso es todo, y nada más.” Por enésima ocasión, la secuencia se repite. El antihéroe rodeado de sus caras posesiones, abstraído de su momento, es molestado por sonidos raros que interrumpen la contemplación evasiva de un enamorado por su amada muerta, la imborrable Leonora, quien es un pretexto en la orquestación de un monólogo, a la altura del “Ser o no ser” de Hamlet, en el cual, el protagonista enciende las disertaciones inmemoriales sobre la congoja que clausura el fallecimiento de un semejante querido. La recitación aumenta su emotividad y culmina en el abatimiento resignado del sujeto a la voluntad ultraterrena: “Y aun el Cuervo, inmóvil, calla:/ quieto se halla, mudo se halla/ En tu busto, oh Palas pálida/ que en mi puerta fija estás;/ Y en sus ojos, torvo abismo,/ sueña, sueña el Diablo mismo,/ Y mi lumbre arroja al suelo/ su ancha sombra pertinaz,/ Y mi alma, da esa sombra/ que allí tiembla pertinaz,/ No ha de alzarse, nunca más”.

A pesar de la aclamación unánime que se derivó del texto, Allan Poe sólo recibió la irrisoria cantidad de cinco dólares por los derechos de uno de los pilares de la poesía estadounidense de todas las épocas. El espontáneo triunfo, probablemente único memorable, brinca a Poe un alivio parcial a la pobreza desmedida que padece. Conferencias, recitales y veladas con declamación suministran dólares benditos que de inmediato vuelan, agotando la certidumbre.

Harto de las pretensiones intelectuales de los auditorios arribistas que le inquieren por la acuñación de “El cuervo”, Allan Poe redacta “La filosofía de la composición”, en donde explica los pasos metodológicos seguidos para componer el poema. Su exposición es una alabanza a los desvelos de la remisa mentalmente moldeada y a su tejido lógico. El chispazo paranormal de la “inspiración”, deidificada por los artistuchos panfleteros es tachoneada por las sentencias absolutas de un “declamador” en boga, renuente a corromperse en los salones dorados de una decencia implacable que le persigue por indeseable, obsceno y excesivamente joven; antes que su evangelio prenda y lo torne mártir de los caídos.

El deceso de su esposa Virginia, 30 de enero de 1847, señala la cuenta regresiva del “scribbler”. El choque de la ausencia amorosa y la racionalización del fracaso económico ahogan la confianza de Poe. Literalmente el “autor maldito” se confiesa en las líneas de sus poemas postreros: “A Helena”, “Ulalume”, “A mi madre”, “El dorado”, “Annabel Lee”, “A María Luisa Show”, “Las campanas” y “Para Annie”; minúsculos votos de una fe moribunda, que aun en la honorabilidad de su ejecución, disparan un dejo de superioridad del oprimido ante la morbosidad de las instituciones que lo preservan por erigirlo en pecado viviente.

Poe huye de sí mismo. Apuesta enmendar su signo. Planea romances tardíos e intensidades adolescentes. Asevera una credibilidad en su fortaleza. Ansía recobrar las eras idas, cobrar el sitial que se ha abierto, superar la penetración de sus argumentos. Encumbrarse en académico favorecido, empero el reloj de arena escupe los dos granos que le restan. El 7 de octubre de 1849, Edgan Allan Poe, “el caballero en estado lamentable” aborda la barca de la inmortalidad, custodiado por arcángeles llorosos que los reunirán con Virginia, la excelsa pasión de sus latidos “miserables”.

En Francia, Charles Baudelaire, otro creador marginal y rechazado, asumiría la misión de restituirle a Poe su valor mundial...

“Y aun el Cuervo, inmóvil, calla:
quieto se halla, mudo se halla
En tu busto, oh Palas pálida
que en mi puerta fija estás;
Y en sus ojos, torvo abismo,
sueña, sueña el Diablo mismo,
Y mi lumbre arroja al suelo
su ancha sombra
que allí tiembla pertinaz,
No ha de alzarse, ¡Nunca más!”

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